Gerardo Guinea Diez

Poemas de Gerardo Guinea Diez

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Gerardo Guinea Diez:

Ser ante los ojos (En el umbral)

El ser
y todo el yo congregado,
en la orilla del fin de siglo,
en la pupila de un niño
que jamás descifrará
el cabreo del tiempo.

El ser y todo el yo congregado.
En la orilla del tiempo,
en el margen más lejano,
en donde nace el viento
que sopla con la fuerza de Hércules.

El ser y todo el yo congregado
por Ulises que se resiste a no volver.

El ser, aprendiz de brujo,
en el mediodía de este hoy
que llaman posmodernidad
nada más para ahuyentar el fantasma de la
soledad.

El ser,
navegando hacia el muelle de los signos en fila:
tus ojeras;
inventando la nada para inaugurarse a sí
mismo, desde el canto del gallo,
desde el sueño de un pájaro
que premedita la rama y la hoja,
que anticipa con humildad
el tenue color de la mañana,
referente de horas inútiles
que agrietan las certezas,
de ésas que nos someten
a dos verdades para serninguna,
para que con júbilo de rosas
y miedo tempranero,
vivamos la experiencia de la libertad:
tributo inevitable de los desertores.

El ser
y nuestro desabrido afán;
el que nace en nuestra
renuencia a la perennidad.

El ser
y la fugacidad de nuestra obediencia,
sí, esa extraña manera de estar en el mundo
resistiendo con lo imprescindible, a pesar
de las certezas que nos anuncian un triunfo
seguro, inevitable, definitivo.

El ser
y la ebriedad de una reputación
que enaltece lo absurdo
de ciertas verdades;
aquellas que hoy nos garantizan
prosperidad eterna,
tanto como las pesadillas
de los sueños milenaristas.

La lluvia

Es la lluvia, la hormiga que asciende lenta
en la hoja intemporal;
es la hoja, la lluvia que moja
el negro paraguas;
es el paraguas,
la sombra donde crece el delgado tallo;
es el tallo,
el fulminante verde que amanece en mis ojos;
son mis ojos, los creadores de la página;
es la página,
el epitafio de las letras;
es la letra,
el caos de mi nombre.

Qué te doy

¿Qué te doy de mi cuerpo?,
prestado a otros cuerpos,a otras vidas.
¿Qué puedo darte de estas frases?,
préstamo de otras.
¿Cómo te doy del sueño y color de 
otras manos, mis flores?
¿Cómo te doy mis brasas para no arderte?
¿Cómo recoges mi polvo?
¿Cómo darte mi viento, si la
humedad coronó su tiempo?
¿Cómo te doy mi almohada, si
ya no hay madrugada?
¿Como te doy la nada?
¿Acaso tú,heredera del silencio 
puedes darme otro cuerpo? 




Ser ante los ojos (Al amanecer I)

Un hombre sueña,
deambula en el filo de la banqueta
del mundo;
aún es niño,
sus ropas invocan
una esperanza que resulta pretexto oportuno
para dar un rodeo a su tristeza.
Escruta puntual los misterios del tiempo,
sabe, porque desconoce, que su hacer lleva
un ex libris de interrogación permanente.
Desde su niñez intuye que su hambre es
espuria,
y lo es porque no es eficiente ni posee la
fuerza para convertirse en una cifra que
garantice prosperidad
ni alzas súbitas en los rendimientos.

Su hambre, que también es la de todos,
tan sólo es un acicate,
sin más rigor que eso,
sin más suntuosidad
que su sobrado aburrimiento.

Pero, en esencia, ¿qué busca?
¿Qué aherroja su estar en el mundo?
¿Qué estado de gracia le dará el horizonte
para la estupenda sensación deliberada de
estar vivo o de estar muerto?

Quizá su abreviada historia de sobreviviente.
De sobrevivencia a una memoria adulterada,
representada en escenarios
que se evaporan y se dilatan,
tanto como el miedo a vernos en un espejo
y reconocernos cadáveres;
o falsos cadáveres
que realizan con ahínco un pulso contra
el estoque de los que se llaman victoriosos,
contra los que hoy
dicen que todo fue
una enorme equivocación.

Ser ante los ojos (Al amanecer II)

El ser
resguardando lo verdadero
y falso de nuestros espejos,
ánimas desolladas por las hendeduras
que nuestras sombras
van dejando en los muros
de calles de bisbiseos escatológicos,
de manchas que testimonian tiempos
escindidos,
yugos floreados
en llantos de olvidos;
muros y calles,
madriguera del ser,
anunciación de pasadomañanas
que nunca llegaron.

El ser,
siervo notable que trampea
el cerco de la nada,
la que resulta escaño en el yerro
de los que creyeron en el escarmiento
como un paulatino camino
hacia la obediencia.

El ser y el hombre
que aún se cree niño
y ve con ojos de daga,
una realidad que no sabe cortar.
Del niño y el pan en la mesa,
del niño que arrima a su hombro
un poco de inocencia
para calmar su hambre y desolación.

Y entonces, ese niño,
que es hombre,
entrevé en el boquete de las horas
el portillo que lo devuelve
a la edad de la inocencia,
a ese interludio de los días
en que jugar detrás de los árboles
o en el filo de la inmanencia
era más que cuestión de honor:
las risas de sus compañeros,
cobertizo para protegerse
de la intemperie de la congoja.

Ellos y el hombre,
que aún es un niño,
soñaban con inaugurar
la época del avallasamiento del dolor;
un día, apostándole a un balón,
otro, simplemente a ver el cielo,
otro, a fortalecer el enclenque
sentimiento de la vida.
Hacerlo de ese modo, así, nomás, simple,
tal vez para amancebarse con la felicidad,
esa que sólo sabe dar la lluvia,
el canto de un grillo,
la penumbra de la calle,
los ojos de una niña,
pájaro luminoso,
viento equivocado,
redención a punto de suceder.


Esa felicidad,
la de la cerveza en la tienda del barrio,
la del saludo mañanero;
ésa, la de la joven mujer
que resulta ser un cruel enigma,
ella, la que nos moja los sueños
y nos engaña cuando funda abril
como un tiempo,
cuando inventa diciembre como una alegoría,
cuando en su vientre se gesta agosto,
o quizá mayo
para iniciar un siglo de largos
y húmedos aguaceros.

El niño, creyéndose hombre,
husmea en las esquinas del barrio
a sus antiguos fantasmas.
¿Qué sería de Chus?
¿Qué sería del Chino?
¿Qué sería...?
y así, entre interrogantes,
va descubriendo cómo se dibuja
en el aire la mano devota
que renueva la memoria del aire,
la del fuego.

Ser ante los ojos (Al amanecer III)

El hombre, creyéndose niño,
camina a la orilla del precipicio
y se lanza en pos del viento,
el que tiene forma de barrilete,
¿está en Santiago Sacatepéquez?

No, está instalado en el tiempo duro,
infatigable, rebelde.
Está otra vez en la frontera del ser y el estar.
En la eternidad del recuerdo,
en la búsqueda de lo cercenado,
en las añejas disputas
de una extenuante tarde de fútbol callejero,
en el moretón de la última pelea,
en las sedantes piernas
de la muchacha mayor
que pasa todos los días,
a las seis de la tarde,
sí, con ella, en su grupa,
en su desconcierto de adolescente.

Está en la andadura de sus días;
en las leyendas de los primeros guerrilleros,
los que tomaron la iglesia de la Parroquia;
está en los rostros de los judiciales,
en su sudor,
río de adrenalina y cobardía,
río de abismos,
ríos que simulan una pira
para desconsuelo de la algarabía de
mañanas pintadas de amarillo,
como si fuesen un sueño dorado.
Está en esos recuerdos que todos olvidaron.