Un perro blanco agita su andar en las calles del pueblo. Un perro negro lo sigue como si la noche fuese más que una sombra.
En la vieja esquina de la plaza un poeta lee sus versos. Son los rostros del tiempo intentando celebrar que nada ha muerto en la memoria de los afectos.
Los pasos evocados se aproximan a la fragancia de la niñez, una puerta está cerrada pero la ventana del pasado permanece abierta. Están los silbidos de los profetas y las ilusiones de los amaneceres.
Los ojos curiosos de los niños contemplando el firmamento, infinita ternura de creer que existe un horizonte que es el consuelo de todos.
Las calles son los grafitis de las almas que se revistieron de carne y hueso, ocupando un espacio en la temporalidad de la existencia. Sus ansias son las invisibles caricias que se eternizan de cuando en cuando con el viento.
Hay nuevos rostros, pero viejos encuentros, las mismas necesidades humanas de cariño. Ahí está el grano escondido del valor de lo vivido, toda su dimensión y trascendencia, en una luminosidad, en un anochecer, rodar infinito del universo.
Resuenan las palabras de aquellos seres que dignificaron su respirar con dedicación para servir al prójimo entre el polvo de los caminos, compartiendo el conocimiento, amasando la harina, transpirando el calor del horno, ofreciendo el pan bueno de cada día. Brazos y piernas moldeando la madera, esculpiendo las piedras, labrando los surcos encallecidos con tenacidad para depositar las semillas y luego cosechar los frutos agradeciendo al agua y la tierra por facilitar su empeño.
La pobreza aún persiste, pero no se dramatiza cuando en los rincones más humildes están los rostros bellos de la inocencia, las risas y los ojos para creer en el más allá del sol y la luna, intangibilidad de las esperanzas y la cuna de los sueños.
Música de los pueblos, bandas festivas invitando el jolgorio de los humildes, alborotadas fibras humanas que nunca se rinden ante la tristeza, siempre hay un rato para que los espíritus sonrían.
Los versos fluyen como discurre la vida, trovadores que viven el día a día con la fuerza de sus emociones y la pasión por humanizar la realidad tan díscola y desafiante.
Baile, canto y sabores, regreso degustado con los abrazos del aprecio.
Oralidad de la divinidad donde la edad esta dormida entre los brazos de una madre y la fortaleza de un padre, no hay horas para llorar cuando los árboles adornan las tardes y la vida vuelve a nacer en cada mañana.
Hospitalidad de mi tierra musitando sus huellas, todos somos caminantes, todos somos huérfanos de algo, todos somos frágil brisa.
Nos vamos y volvemos al origen de lo amado y sufrido para seguir nuestro camino.
Enrique Horna
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Autor:
ENRIQUE HORNA (
Offline) - Publicado: 27 de diciembre de 2025 a las 19:16
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 8
- Usuarios favoritos de este poema: William Contraponto, Jose de amercal

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