I
Debo a unas cuantas charlas
con mi compañero de cuarto
y a unos cuantos tragos que
vine a dar con este lugar...
Entre la calle Do Porto y
la estación de El Duero,
escora una eriza taberna.
No ha mucho rato que
la vereda mediaba una fiebre
de urbe, ¡menudo contagio!...
supongo que es de costumbre.
Nardis... ¡enrevesado nombre!...
Ahueca una arrinconada entrada,
entera en malestar...
Ondulado humo a cigarro... y humo
incorpóreo de derramados adultos.
¿Quién me llamó a atender
desaliñada mofeta?
La puerta desenroscada en su lugar,
las mesas desdobladas en un azar,
y hasta una barra amorotonada de chorro...
Nardis... con sus años de barro y
herrados bolsillos.
II
Al fondo, mis orejas dieron sitio
a una nivelada trasteada de cuerdas.
Dulcificada por un piano masticando
amargoso azul...
una batería acompañando
virtuoso diálogo.
Tal vez una noche, una noche sin su otra...
Vino, ron, coñac... ¿pulque?
Aún mohíendo en este banco
no puedo dar con el porqué de este lugar.
Caminando por polvorientos rumbos...
Hace no mucho que he palpado
mi juventud. Si acaso es que
sigo siendo gato.
¿Cuántas veces uno no piensa
en la tumba?...
Juventud... mausoleo
de mi propio testamento.
Y cómo no pasar por sus
infinitos vestíbulos de difuntos,
la interminable biblioteca:
cuántos no son los que, aún vivos, siguen
siendo calavera, y los que, en su nicho,
retozan aún de verdeante amor.
Tal vez es eso... uno encorva
sin saber en qué recodo de vida
anda encodando. Sigo siendo esclavo.
Si acaso, hoy no hay forma aparente
de intención... o acaso mi hermano...
III
—¿Qué le ofrezco?
—Lo que tenga a la mano...
El profundo y ardoroso coñac
rasga mi garganta. Arrodilla.
Las palabras menguan y enroscan
mi paladar.
(...)
Atrás de la puerta curiosea
una ubérrima silueta de mujer.
Tímida de entrar, o bien, dudosa
de revolverse entre aparente
opulencia.
Creo conocerla...
Unos reconocibles ojos cenizos,
cabellos castaños,
y un no sé qué de ultrajes
a esta suciedad...
Veo que toma el banco
contiguo... ¿Debería...?
—Disculpa, ¿le podría servir
lo mismo que a mí a la chica?
Va a mi cuenta.
El tiempo alzado sobre mi testa.
Al momento fija sus ojos en mí,
como escudriñándome los órganos.
—No te ves de por acá.
IV
Hemos conversado un buen rato;
hasta ya tarde. Se han hinchado
las nubes y el panal del corazón.
Le he preguntado el nombre.
¿Valeria? No... ¡Sofía! Sí, Sofía.
Hemos tomado unos tragos,
dando fondo al rodeo y humedades.
Tal vez un poco de vida o inocencias.
Sí... ¡Pero qué leída!
¡Hasta he hablado sobre lo de...!
¿Pero qué habré dicho?
No... no lo creo. Mi hermano... en su otro lado.
Adormilado. Risueño. Estertoreando.
Dónde va uno a doblar el pico...
Y el dulce esténtor del piano...
Azul, azul... aún zumbando.
V
Caminando de regreso,
sobre este mismo polvo antañero,
lo recuerdo... Ella...
Pero todo esto es falso, nunca le hablé,
nunca invité los tragos, y tal vez su nombre
tampoco era Sofía... ¡Pero qué coincidencia
si atino!
Estoy enloqueciendo... a veces es bueno
soñar, aunque a uno le azogue el invierno.
La luna retemplaba en mi rostro...
No ha sido fácil; me han crecido
amibas... Tan así la noche...
VI
Hoy hace una semana que recorrí
los mugrientos párvulos de “Nardis”.
Y no es que me haya dado gracia
este lugarcillo, sino que... tengo
necesidad de volverla a ver; ya
sabes, hermano,
con la tarde aún posando, y aún ausente.
Mediodía... la misma bandita,
mismas moscas.
Creo que tiene personalidad.
Allí estaba ella... con la jabalina
postrada en su pecho. Nuestro Eros.
Entablamos conversación, tal vez como antes;
yo la oía... viva, homogénea, zumbando
con su tonito juguetón... ¿Cuál era su nombre?
Sofía... creo que era así.
VII
Ya el sol purpurando el poniente,
la he invitado a dar la vuelta.
Caminamos por la alameda a Do Porto.
Yo, claro, mantenía mi naturaleza de encorvado,
pero ella sonreía, pegada hombro con hombro...
A codos de su enjambrada carne.
Ella, tan solo ella...
¡Ahora yo, anatema de solitario!
Pero... con ella, sin ella, junto a ella;
bebo del eterno vino del amor:
un fragor de hielos.
VIII
Compañero... hermano.
Si tan solo vieras a tu pobre otra costilla,
soñando, soñando el delirio... soñando.
Sigo imaginando, y aún sentado en este
bar lo veo... y es que... ella me recuerda
a ti, al otoño, a la infancia, al temor.
¿No es eso el amor, hermano?
¿Volver a la narrativa?
Tantos sinsabores de sortija...
La he condicionado a ella, por ti, por mí.
La he soñado, como ahora te hablo a ti.
Estás muerto... y ella está hablando
con otro hombre. ¿Y si fuese yo?
¡Esta frente colgándome
en frontal las coronas
de mis esquirlas!
IX
Eneros; veranos; primaveras y diciembres...
Han pasado dos años. Tal vez dos meses...
Sigue dando igual. Me he casado con ella.
¡Hermoso ha sido el tiempo!
Digo casados porque me gusta dramatizar
mis asuntos.
Ha vuelto la alegría a mis hombros.
Mi alegría son sus párpados y su boca.
Hermano, hermano... escucha a tu
otra costilla, que tengo las puertas abiertas
de par en par...
No me olvido de ti; sigo con los huesos partidos,
pero pienso en mi alegría.
Y aun así te siento, mi Sofía...
Te veo, te veo; como un rumor de cielo,
brutal, empedrada, espigada de amor.
Ha sido confuso... he puesto
cada recuerdito en este mío mausoleo.
Si acaso hoy hay intención
aparente. ¡Qué ciego el amor!
X
La pluvia recae bajo el techo
quebrado de Nardis.
Las paredes fingen un rumor
de nardos; las mesas fingen,
la barra... los bronces
tilios de mi entreceja.
La luna restriega sus rayos
de sombra a sombra...
¿Y los adultos?, ¿las bebidas?,
¿mi... Sofía? Nada... nunca
el matrimonio, la alegría, tu boca
con la mía. Nunca...
No te veo, nunca te vi...
Bien, he urdido nuestros organismos
en un solo lienzo, y no estabas.
Nunca estuviste. He pintado en despintura...
¡Qué ciego el amor!
XI
Las paredes curvan paralelas
manchas de azufre.
Muestran óleos,
ecos y rumores... rumores
de esclavitud, tumbas y
juventudes.
Tempestades; mi padre,
mi madre y hermano...
Bifurcan los párvulos de Nardis.
Camino por sus pasillos:
por un lado: medallas, campos,
auroras; vivencias.
Por su otro: rayos, armas, sudarios...
mi padre. Mi pasado. Mi biblioteca.
¿Te acuerdas, hermano?
De aquel póstumo invierno;
éramos apenas niños.
La casa vestía de sangre, de negro.
Pero así era nuestro antes, ¿no?
Nuestro padre también vestía
de sangre, de negro. Le fragoraba
la bebida en puñales...
Yo apenas cinco años, y tú cuatro...
Cuatro inviernos, cuatro navidades,
cuatro son los jinetes...
No pude hacer nada. ¿Qué podía hacer?
Cobijó tu pequeño cuello en sus manos.
Tú dormías, plácidamente. Tu otro lado...
Quería dormir como tú, hermano...
Nardis me lo recuerda ahora.
Sofía me lo atestigua en el cráneo,
como heraldo ignoto de mi cuerpo.
Siempre fue heraldo...
Ella me recuerda a ti, hermano.
Aquí es nuestra casa...
¿Quién no ha estado en Nardis?
-
Autor:
LeoBau (
Offline) - Publicado: 22 de diciembre de 2025 a las 16:42
- Comentario del autor sobre el poema: Considero que este poema tiene diferentes maneras de leerse. La primera, cronologicamente; la segunda, tomando en cuenta los cantos I, II, II y IV, despues saltandose al VI y VII; por ultimo el IX y XI. \r\nPrimera parte (cronologicamente): Lo real\r\nSegunda parte (con los saltos): Delirio\r\nAsimiso creo que tiene varias configuraciones entre cantos, ya dependera de cada lector de como tome el poema. Lo importante es dar vuelo a la imaginacion.
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 3

Offline)
Para poder comentar y calificar este poema, debes estar registrad@. Regístrate aquí o si ya estás registrad@, logueate aquí.