Cuando uno es pequeño, todo parece más grande, y conforme se va creciendo, los espacios se achican. A pesar de ello, conservo en mi memoria con precisa nitidez las medidas y la distribución de la casa donde pasé la mayor parte de mi infancia. Podría volver hoy, 35 años después, y recorrerla con los ojos vendados sin rozar ni una pared.
Por la entrada principal, tras cruzar un patio, se accedía a un garage donde mi padre metía el coche y tenía una mesa grande de bricolaje. Desde allí se entraba a un salón-cocina, ambos en la misma estancia, como le gustaba a mis padres, por la funcionalidad de no tener que andar con la comida y los cubiertos de un lado para otro. Allí era donde la familia pasábamos la mayor parte del tiempo, sobre todo en invierno, cuando el frío desaconsejaba salir a la calle, momento en que instalábamos una estufa de leña en el centro de este salón comedor, y la encendíamos al caer la tarde.
Cenábamos temprano y, a continuación, yo solía sentarme en el suelo, junto a la estufa, a entretenerme con algún juguete o leyendo tebeos, mientras de fondo escuchaba el sonido de una televisión en blanco y negro y a mis padres comentando el programa que estuviesen viendo en ese momento. Pocas cosas hay más reconfortantes para un niño que escuchar a sus padres dialogar.
Así transcurrían 2 horas, o algo más si al día siguiente no había colegio, hasta que llegaba la hora de irnos a dormir. Para ir desde el salón hasta las habitaciones, debíamos atravesar 3 pasillos: El primero de ellos, al salir del salón, era corto y en ángulo de 90 grados, con 2 puertas, una para salir a la parte trasera y por la otra se entraba a un baño; el segundo pasillo, recto y largo, tenía una puerta en cada extremo y otra en el centro, por un extremo se accedía al jardín, y por el otro, a una despensa, donde guardábamos algo de embutido y botes de cristal con miel. La puerta del centro daba a otro pasillo largo, en el cual se distribuían los dormitrorios y un cuarto de baño.
Por tratarse de un clima montañoso, los inviernos eran fríos, en un tiempo en el que el término "cambio climático" aún no se conocía, y como la casa no contaba con más climatización que la estufa, al abrir la puerta del salón y poner un pie en el primer pasillo, daba la sensación de teletransportarte desde las Sheychelles hasta Siberia en lo que dura un pestañeo. Un contraste térmico no apto para frioleros, y conforme me iba adentrando en la encrucijada de pasillos, llegar al dormitorio antes de que me alcanzara la hipotermia se convertía en toda una proeza, aunque lo más duro venía a continuación.
Cuando conseguía llegar a la cama tras la larga travesía por los pasillos, sin resuello y exhalando vaho hasta por las orejas, al apartar las mantas para meterme entre ellas y el colchón, me veía en la necesidad de tocar la sábana con el dedo del pie, como quien prueba el agua de la playa antes de bañarse, y aunque llevase un pijama de mamut y unos calcetines de esparto, meterse en aquella cama y pasar los primeros 10 minutos, hasta que las mantas comenzasen a retener el calor del cuerpo, debió ser lo más dentro que he estado de un ataud. Para remediarlo, algunas veces usábamos una bolsa de agua caliente, que íbamos cambiando de cama en cama y nos turnábamos para acostarnos cuando estas ya se habían descongelado. Abrir la persiana, desempañar el cristal de la ventana y ver las palmeras del jardín con sus escamas erizadas era descorazonador.
En una casa grande y con pocos muebles, aquel amplio vacío intenfisicaba más si cabe el frío en las noches más crudas del invierno, sobre todo en las de cielo raso, en las que, si sacaba la cabeza de la manta y agudizaba un poco el oído, me era posible escuchar la escarcha posándose en el techo.
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Autor:
Demencia otoñal (
Offline) - Publicado: 21 de diciembre de 2025 a las 14:26
- Categoría: Sin clasificar
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