Me llevó a pasear con el propósito de admirar las estrellas. Elegimos un espacio amplio y despejado dentro de la asociación de funcionarios de una reconocida institución pública. Él tenía un alto cargo allí, así que bastó con un saludo al guardia para que nos dejaran pasar sin preguntas, lo que para otros implicaría trámites, controles, especialmente si se trataba de un acompañante, como en mi caso.
Recuerdo que bajamos de su camioneta roja, recién importada. Nos recostamos sobre el capó, tibio aún por el motor, y alzamos la vista al cielo abierto. Su compañía me inspiraba paz. No sé si alguna vez me sentí más protegida que en su presencia. Tenía esa mezcla de seguridad silenciosa y ternura dosificada que no se encuentra fácilmente.
Conversamos de todo. De estrellas, de la vida, de cosas que no sabíamos que nos importaban hasta que el otro las nombraba. Las horas pasaron sin aviso, y cuando por fin miramos el reloj, ya faltaban menos de dos horas para que empezara a clarear.
Decidimos continuar la velada en un lugar más privado. Él quería cantarme. Y así lo hizo.
Sacó una guitarra que tenía guardada en el asiento trasero, como si supiera que esa noche lo requeriría. Se sentó frente a mí, con esa expresión serena, y empezó a tocar. Canciones románticas, algunas en inglés —las clásicas—, y otras en español, porque sabía que yo necesitaba entender las letras para disfrutarlas por completo. Cada acorde me envolvía, y su voz, cálida y sincera, llenaba el silencio de la madrugada.
En ese ambiente romántico, con su voz aún vibrando en mi pecho y la madrugada cubriéndonos como un manto cómplice, nos amamos. No hubo apuro, ni palabras, ni necesidad de más gestos que los que ya se venían diciendo desde hacía horas.
Sentí cómo se entregaba a mí con una dulzura que contrastaba con la firmeza de sus manos. Y me descubrí a mí misma entregándome también, sin reservas, sin miedo, como si esa fuera la única forma posible de estar en ese instante. No era solo el cuerpo, era algo más profundo: la certeza de que, por unas horas, todo encajaba. Sus labios buscaban mi piel como quien regresa a un lugar conocido, y yo respondía, reconociéndolo sin haberlo vivido antes.
Nos hubiésemos quedado ahí, en ese instante. Lo amé y él me amó, y esa entrega se replicó en las pocas veces que pudimos concretarla. La vida, tan compleja, nos arrastró por caminos inciertos. Un día, una llamada trajo lo que en su momento no pudo confesar: me amaba, sí, pero no podía dejar su realidad. Y yo lo entendí. No podíamos seguir, pero tampoco podíamos dejar de amarnos como ese día, como ese momento.
Cada uno quedó en su sitio, con la alegría —dolorosa, luminosa— de haberlo vivido.
A pesar de la distancia, a pesar del tiempo.
Aún hoy, pasados tantos años, y aunque él ya no se encuentre en este plano, siguen las estrellas.
Se escucha un clásico en inglés: es su voz, es su guitarra.
Lo amo como ese día. Como cada día.
© 2025 Silvana Ibáñez — Todos los derechos reservados.
-
Autor:
Silvana Ibáñez (
Offline) - Publicado: 16 de diciembre de 2025 a las 10:50
- Categoría: Amor
- Lecturas: 2

Offline)
Para poder comentar y calificar este poema, debes estar registrad@. Regístrate aquí o si ya estás registrad@, logueate aquí.