El lector;
Placer, ahogo, palpitaciones: no como estados, sino como signos dispersos de una escritura anterior al cuerpo. Indolencia, opresión, vacío: márgenes de una presencia que no se deja fijar.
El tormento no se enumera; se repite.
Pesar, decepción, remordimiento y rechazo no son afectos distintos, sino glosas de una misma frase que insiste. Sufrimiento, congoja, disgusto: palabras gastadas por un uso que no salva.
Añoranza, humillación, depresión, suplicio, culpa y aislamiento forman un índice defectuoso; la derrota y la melancolía lo cierran con una simetría ilusoria. Desánimo, lástima, desesperación, infelicidad, dolor, desaliento, arrepentimiento, soledad, inseguridad y ansiedad: el orden es arbitrario, como toda cartografía del abismo.
Hoy —que acaso sea todos los días— no hay oportunidad ni fuerza. El laberinto de estas emociones no tiene centro; su propósito no es extraviar, sino permanecer. Sé, con una certeza que no consuela, mi humildad: no como virtud, sino como condición. Estas vibraciones, que alguna vez supuse mías, persisten ahora como tormentos pacientes; no hieren de inmediato, pero oxidan.
El tiempo cumple su tarea con una exactitud sin énfasis.
Mis recuerdos, mis sueños, mis ilusiones no me pertenecen. Son textos apócrifos que me leen. Se retuercen como páginas de un libro que se corrige solo. Yo no quiero. Yo me niego. Lucho.
Pero toda negación es ya una forma del consentimiento. Los poderes soberanos —impersonales, exactos— no destruyen por odio, sino por fidelidad a una ley que nadie redactó.
Así será. No porque lo anuncie, sino porque ya ocurrió.
Aquí el texto debería terminar. Sin embargo, algo se demora.
El lector advierte una incomodidad mínima, casi elegante: la sensación de haber reconocido estas frases antes de leerlas. Comprende entonces que no está frente a una confesión ajena, sino ante un manuscrito propio, olvidado. Cada palabra fue escrita en otro tiempo —tal vez en otra vida— para ser leída ahora. La voz que parecía narrar se retira con discreción; no desaparece: se vuelve innecesaria.
El libro no habla de él.
Habla desde él.
El Amén final no cierra la página. La abre. No es una absolución ni un ruego, sino una instrucción tácita: continuar. Al pronunciarlo en silencio, el lector firma. Acepta una autoría que siempre tuvo y siempre negó. El laberinto no se desarma; cambia de conciencia.
Quien termina de leer entiende, con una claridad inquietante, que este texto no fue escrito para ser comprendido, sino para ser recordado.
Amén.
Epílogo
Al cerrar el libro, el autor recordó —con una calma que no era alivio— que nunca aprendió a escribir: solo a leer lo que ya había sido escrito en él.
Fernando Guerra
16 12 2025
© 2025 Fernando Di Filippo — Todos los derechos reservados.
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Autor:
Fernando Guerra (Seudónimo) (
Offline) - Publicado: 16 de diciembre de 2025 a las 01:27
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 4
- Usuarios favoritos de este poema: Antonio Pais, El Hombre de la Rosa

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Comentarios1
Genial y hermosa y preciada tu bella prosa literaria estimado poeta y amigo Fernando
Recibe un fuerte abrazo de Críspulo desde España
El Hombre de la Rosa
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