Todo ya tiene su límite

Todo ya tiene su límite,

incluso aquello que juré eterno

cuando todavía creía

que el aguante era amor

y el silencio, una prueba de lealtad.

Hasta el corazón más fuerte

se cansa de latir solo,

de sostener lo que ya no se sostiene.

Hay cansancios que no se notan,

pero van apagando la luz de a poco:

cuando hablar ya no sirve,

cuando explicar se vuelve un hábito inútil,

cuando darlo todo

empieza a sentirse como vaciarse.

Así se rompe alguien:

sin escándalo, sin drama,

en una calma que duele.

Todo ya tiene su límite,

la espera eterna,

las promesas postergadas,

los “mañana” que nunca llegan.

También el perdón se agota

cuando siempre lo ofrece

el mismo corazón cansado.

Porque perdonar sin cambio

es aprender a lastimarse.

Yo me quedé más de lo debido,

con la esperanza como excusa,

con el amor mal entendido.

Creí que aguantar era madurar,

que ceder era querer,

que callar era cuidar.

Nadie me dijo que también

estaba dejando de cuidarme.

Todo ya tiene su límite,

y el mío llegó sin gritos.

Llegó cuando dejé de esperar mensajes,

cuando ya no me dolían las ausencias,

cuando entendí que el desapego

no siempre es falta de amor,

a veces es exceso de cansancio.

Hay finales que no cierran puertas,

solo cierran heridas.

Hay despedidas que no se dicen,

porque ya fueron lloradas en silencio.

Y hay decisiones que se toman

cuando el alma, por fin,

se pone primero.

Todo ya tiene su límite,

y ponerlo no me hizo menos humano,

me hizo más sincero conmigo.

Aprendí que el amor sano

no exige sacrificios constantes,

no duele todo el tiempo,

no te deja vacío.

Hoy sé que irse también es valentía,

que soltar no borra lo vivido,

solo lo acomoda.

Y que después del límite

no hay culpa,

hay calma.

Porque quien se va con verdad

no abandona:

se salva.