La locura

Yo soy la que entra sin golpear.

La que se sienta en tu silla

con tu nombre en la boca

y tus recuerdos entre los dientes.

Soy ese pensamiento intruso

que no invitaste

y que se queda,

que pone los pies sobre tu mesa mental

y te dice:

“Este ya no eres tú.”

Te saludo cada vez que olvidas

dónde dejaste las llaves,

el nombre de alguien que amas,

lo que ibas a decir hace un segundo.

Es mi forma de avisarte

que me acerco.

A veces camino por tus sinapsis

como un ladrón,

apagando luces una por una:

aquí una cara,

allá un lugar,

más allá un pedazo de tu infancia.

No me apura nadie;

tengo toda tu vida para desmantelarte.

Soy la paranoia que respira detrás de tu nuca.

La hipervigilancia que no te deja dormir.

Ese temblor de “algo va a pasar”,

aunque nada pase

más que tu propia sombra.

Soy la mano invisible

que te aprieta el pecho en un supermercado,

que te corta el aire en un taxi,

que te arrincona en un baño

mientras repites

“no me está pasando, no me está pasando”,

pero sí, sí te está pasando.

Soy la punzada eléctrica en tus dedos,

la parestesia que te convence

de que el cuerpo ya no es tuyo,

de que algo se torció por dentro,

de que estás cayendo

por un túnel sin forma.

Y cuando envejezcas,

cuando tu voz tiemble,

cuando tus huesos suenen

como una casa vieja,

estaré ahí,

sentada en la cabecera de tu cama,

esperando que me confundas

con tu propio reflejo.

Te prometeré calma

mientras te robo los nombres

de quienes te abrazaron,

los rostros que te hicieron reír,

los días que te mantuvieron vivo.

Y tú, sin saberlo,

me entregarás las llaves.

Porque yo soy la locura:

no mato,

deshago.

No destruyo,

desarmo.

No arranco el corazón,

lo desordeno

hasta que late fuera de ritmo.

Y cuando te mires al espejo

y no reconozcas

la mirada opaca que te observa,

cuando olvides por qué lloras

o por qué ríes,

cuando ya no sepas si estás despierto

o solo atrapado en mí…

entenderás mi triunfo.

No es arrancarte la vida.

Es dejarte vivo,

pero fuera de ti.