Despierto y la noche no se ha ido; me rodea como un cuerpo más viejo que el mío, pegajoso, húmedo, con un calor que no alivia ni abriga. Respiro despacio, aunque cada inhalación quema un poco la garganta. No hay luz que penetre aquí, no hay silencio: hay un murmullo que se arrastra por la espalda, se enreda en las costillas, se desliza hasta las manos como un líquido oscuro que quiere beberme entero.
Las paredes de la habitación parecen cerrarse y abrirse al mismo tiempo, como si respiraran conmigo, como si fueran testigos de un rito que no conozco pero que reconozco en el fondo de los huesos. Todo lo que toco tiembla: el aire, el polvo, mi propia carne. El tiempo se ha vuelto viscoso; no avanza ni retrocede, se pega a la piel como sudor que nunca se seca.
Recuerdo cosas que no deberían ser recordadas. No como memorias, sino como objetos vivos que se han incrustado en mí. Lo oído se vuelve látigo, lo visto se hace herida, lo invisible es un huésped que no quiere irse y que me obliga a inclinarme sobre él, a tocarlo con cuidado, a reconocerlo. Cada gesto mío se convierte en un acto secreto, un sacrificio silencioso que nadie observa pero que pesa tanto como la tierra.
Amar ya no tiene nombre. No hay ternura, no hay abrazo, no hay salvación. Hay una sustancia que se adhiere a la lengua, al corazón, a la médula, que se cuela en cada pliegue y me enseña que el deseo puede ser fuego y putrefacción al mismo tiempo. Cada latido es un golpe de tambor, un recordatorio de que el cuerpo puede ser prisión y altar a la vez.
El silencio no es vacío. Es un pacto. Cada palabra que callo, cada pensamiento que no pronuncio, cada roce que evito, es una ofrenda. No es para nadie más que para mí, pero tampoco me pertenece del todo. Está suspendido en el aire, en la brisa que entra por la ventana, en la sombra que se pega a la espalda como un animal paciente.
Siento la presencia de lo que ya no está y de lo que nunca estuvo, y ambas me habitan a la vez. La ausencia es material, la memoria es densa, y la noche me atraviesa hasta el tuétano. No puedo escapar de nada, pero tampoco quiero. Hay algo profundamente sagrado en este abandono. Hay belleza en la descomposición del alma, en la manera en que el corazón sigue latiendo aunque todo alrededor se disuelva en silencio y humo.
Cierro los ojos y me entrego a la respiración del mundo. No hay luz, no hay sonido, no hay palabras: solo un pulso compartido con algo que no tiene nombre. Cada inhalación es un contacto, cada exhalación un secreto. Mi cuerpo se vuelve templo y entierro al mismo tiempo, altar y ruina, materia que huele a brisa y a carne, sombra y fuego lento.
Y en ese instante, en ese acto que nadie observa pero que todo lo contiene, descubro que el desgarro puede ser poesía. No poesía que se explica, que se muestra, que se entiende. Poesía que se habita, que quema lento, que perfora los sentidos y deja al lector con la sensación de que algo dentro suyo se ha abierto sin pedir permiso.
El hombre ya no es cuerpo, ni memoria, ni carne: es un registro secreto de lo abismal, un fragmento de sombra que respira y ofrece su herida como regalo. Y en esa entrega, silenciosa y absoluta, descubro la verdad que nadie enseña: que incluso lo putrefacto puede volverse sublime si se respira con suficiente cuidado.
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Autor:
Bruno Gatica 1 (
Offline) - Publicado: 13 de diciembre de 2025 a las 04:45
- Categoría: Sin clasificar
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