LA CASA VACÍA

Fernando Di Filippo

La casa estaba vacía. No por falta de cuerpos —alguna vez hubo muchos— sino por esa forma más profunda del vacío: la ausencia del alma. La vida allí no avanzaba: simplemente persistía, como un reloj detenido cuyo tic tac seguía resonando por hábito. No había convicción en nada. Los días eran disfraces, y bajo cada máscara asomaba la misma mueca cansada, idéntica a sí misma.

Los colores, antaño vivos, habían renunciado a ser tonos. Los grises se habían vuelto soberanos inmorales, amparados por una luz que no iluminaba y por una oscuridad que no ocultaba. Los afectos —amistades, amores, simpatías— se habían retirado a un sueño espeso, un descanso sin retorno. Todo allí era un catálogo de distancias, una lista interminable de cosas que se miraban sin verse.

Y sin embargo… algo respiraba. No era aire. No era una persona. Era otra clase de presencia, una que no necesitaba definiciones para imponerse. La casa parecía aguardarme, como si supiera de antemano el peso que yo llevaba encima, ese cansancio que no se dice pero se siente como un hierro incrustado en el pecho.

Con el tiempo dejé de distinguir entre recuerdos y habitaciones. Caminaba por los pasillos con la misma cautela con la que uno se mueve por su propia memoria: temiendo tropezar con algo que preferiría olvidar. Cada rincón parecía capaz de murmurar un nombre, una frase que había existido o que tal vez sólo imaginé alguna vez.

La casa comenzó a cambiar sutilmente. Una puerta ligeramente más abierta que antes. Un escalón que crujía sin haber sido tocado. Sombras que no coincidían con mi figura. No era un fenómeno sobrenatural: era peor. Era íntimo. Era como si la casa supiera lo que yo pensaba antes de que pudiera ordenarlo en palabras.

No supe cuándo empezó, pero la sensación de estar siendo observado dejó de ser miedo y se volvió certeza. A veces, mientras intentaba dormir, escuchaba un ritmo: no pasos, sino una cadencia que imitaba el latido de mi propio corazón… y al mismo tiempo lo desacompasaba. Otras veces, al abrir los ojos, creía que la habitación estaba más cerca de mí, que las paredes habían adelantado su posición unos milímetros, como un animal que olfatea a su presa en silencio.

De a poco, mi conciencia se fue dislocando, astillándose en piezas que no sabía cómo juntar. Había pensamientos que no reconocía, habitaciones que parecían hablar a través del eco, voces que no venían del exterior sino de un lugar infinitamente más profundo. Sentí, por primera vez, que la casa no estaba vacía. Que nunca lo estuvo. Que yo era el vacío, y ella era lo que venía a llenarlo.

Un día —si es que la palabra “día” siguió existiendo— dejé de recordar mi nombre. No lo necesitaba: la casa ya pensaba por mí. No había separación entre mis pasos y el crujido del piso; entre mis silencios y los suyos. Mi respiración era el polvo en el aire. Mi latido era la vibración de los cimientos. Mi mirada era la de las ventanas abiertas a nada.

Me convertí en un pensamiento que la casa sostenía. Ya no había yo. Ya no había casa. Éramos el mismo organismo, un solo cuerpo dividido en ladrillos y sombras. A veces creí recordar cómo era ser persona, pero el recuerdo se disolvía como una frase mal aprendida.

Y fue entonces cuando ocurrió.

Un silencio absoluto, tan perfecto que parecía vivo, comenzó a expandirse dentro de mí —o dentro de la casa, si es que aún existía esa diferencia. El silencio abrió una grieta en el tiempo, o en lo que quedaba de él, y comprendí algo sin entenderlo: la casa estaba gestando una puerta nueva. Una puerta que no había estado allí. Una puerta que surgía como un pensamiento que no pude impedir.

Y detrás de esa puerta había algo.
O alguien.
Un otro.
Un siguiente.
Una conciencia todavía intacta, ignorante, solitaria, convencida de que la tristeza no se propaga, de que el dolor se vive a puertas cerradas, sin darse cuenta de que cada alma vaciada, cada derrumbe íntimo, cada noche sin testigos es una invitación.

Cuando la puerta terminó de formarse, comprendí lo último que podía comprender:

La casa se expande.
No destruye: incorpora.
No persigue: llama.
No acecha: espera.

Y ahora espera a otro.
A vos, tal vez, que leés.
A vos, que en el fondo sentís el mismo hueco.
A vos, que creés que tu silencio es tuyo.

Porque lo que me dijo al final —si es que las casas hablan— no nació de mí, sino de su propio muro infinito:

“Cada mente que se quiebra abre una puerta.
Cada puerta requiere un huésped.
El huésped que viene… sos vos.”

Después de eso, no hubo nada.
Ni final.
Ni escape.
Ni persona.

Sólo la casa.
Y la puerta.
Y una presencia que ya te está mirando desde el otro lado.

 

Fernando Guerra

08 12 2025

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