La Casa del Alma

Luis Barreda Morán

La Casa del Alma

Existe un hogar donde el tiempo parece detener su vuelo,
donde el amor se extiende en forma de mantel sobre la mesa.
Sus muros guardan el eco de historias y de anhelos,
y cada rincón alberga una feliz y tierna promesa.
Es el refugio de los besos cálidos y los buenos consejos.

Allí, las risas infantiles trepan por cada estantería,
mientras los mayores comparten café y largas charlas.
Se reúne bajo ese techo toda la parentela y alegría,
como un puerto al que regresan las más queridas barcas.
Se siente el cariño que todo lentamente unifica.

Los reencuentros en diciembre son un sol que brilla intenso,
cuando la nieve cubre los cristales con su fino encaje.
Pensando en la fugacidad, con un temor casi suspenso,
disfrutamos el presente, ese valioso y frágil viaje,
atesorando instantes que el alma luego revive.

Las sillas siempre están dispuestas para quien quiera llegar,
pues en ese lugar sagrado siempre hay un sitio más.
Un amigo, un nuevo amor, todos pueden participar,
pues las puertas abiertas son su norma esencial.
La bienvenida es un abrazo que nunca termina.

El aroma de la cocina inunda cada galería,
mezcla de hierbas, de pan recién horneado y de azahar.
Es el perfume de la infancia que en la memoria guía,
un aroma que consuela y que nos hace soñar.
Es el olor del cuidado y de la dedicación diaria.

Las canciones antiguas se escuchan en la radio sonando,
mientras manos expertas tejen lana o arreglan un florero,
secretos pequeños y monedas en la mano guardando,
regalos furtivos que son un tesoro verdadero:
gestos simples que construyen un amor indeleble.

Los juegos se alargan hasta que la luna asoma en el cielo,
desde el dulce postre hasta la primera estrella de la noche.
Las anécdotas viajan en un vuelo sin desconsuelo,
y las penas se deshacen como la niebla cuando el sol asoma.
Esa casa es un mundo donde el reloj no tiene prisa.

La calle frente a ella parece una extensión del salón,
y los vecinos de toda la vida se convierten en familia.
Se saluda a los transeúntes con cariño y con atención,
pues en ese pequeño reino se borra toda frontera.
La comunidad se siente como un gran árbol con raíces.

Pero llega el momento en que la cerradura cruje, antigua,
y el silencio se instala en los pasillos para siempre.
Un adiós a las miradas llenas de sabiduría y ternura,
a la luz especial que hacía todo más brillante y cálida.
Es la pérdida de un universo íntimo y profundo.

Por eso, si aún puedes tocar ese timbre y escuchar su voz,
corre a abrazar ese momento con fuerza y gratitud inmensa.
Guarda en tu pecho el latido de ese amor feroz,
esa bienvenida que el alma siempre ansía y piensa.
Es un regalo divino que la vida nos concede.

Ahora, si a ti te toca ser el pilar de este nuevo nido,
mantén las ventanas abiertas y el corazón expandido.
Invita a los que amas a sentir ese amor compartido,
para que en tu propia mesa sea el cariño repetido.
Que tu hogar sea un faro de abrazo y de consuelo.

Porque en el seno de los lazos que la sangre o el alma trenzan,
los jóvenes aprenderán cómo los seres humanos se aman;
donde el respeto y la paz genuina y serena crecen,
y los vínculos más puros y duraderos se aclaman.
Allí se vive el milagro de querer y sentirse querido.

—Luís Barreda/LAB
Glendale, California, USA
Noviembre, 2025.

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