La corrupción

La corrupción nace en un susurro,

en una puerta que se cierra sin testigos,

en una sonrisa que parece amable,

pero esconde un pacto oscuro entre enemigos.

Crece despacio, como maleza en la noche,

entre papeles que nadie mira,

entre sellos que cambian de dueño,

y manos que pesan más que la justicia.

Es un laberinto hecho de excusas,

de discursos que brillan pero no alumbran,

de promesas que nacen muertas,

y de verdades que se maquillan para la foto o la tumba.

Tiene mil rostros:

el del traje que camina con paso seguro,

el del que dice “es por tu bien” mientras roba el futuro,

el del que sonríe frente al pueblo

y a espaldas del pueblo vacía el mundo.

Es una grieta en la confianza,

un veneno lento en la garganta de un país,

una lluvia negra que cae sobre los sueños

y apaga, uno por uno, los fuegos del porvenir.

Pero no vive sola:

necesita silencio, miedo y resignación,

necesita que la gente crea que nada cambia,

que todo siempre fue así,

que luchar no sirve, que la voz no alcanza,

que el poder es dueño del pueblo

y no el pueblo dueño del poder.

Sin embargo…

la historia sabe que hay momentos que rompen cadenas,

que una sola palabra puede abrir murallas,

que una chispa pequeña en la sombra

enciende llamaradas que nadie apaga.

Porque cuando el cansancio se vuelve coraje

y la gente junta sus temblores para hacer fuerza,

la corrupción empieza a perder su reino,

sus máscaras caen,

sus muros tiemblan,

sus pasos retroceden.

Entonces vuelve la luz,

vuelven las manos limpias,

vuelve la idea de país como un hogar

y no como un botín en la noche.

La corrupción parece eterna,

pero es frágil ante la verdad despierta.

Puede reinar durante años,

puede esconderse detrás de nombres, banderas o promesas,

pero siempre llega un día

en que el pueblo mira de frente

y la mentira, simplemente…

no resiste.

Y cuando ese día llega,

la justicia late,

la dignidad se levanta,

y aunque el camino sea largo,

y aunque duela,

el futuro vuelve a ser nuestro,

limpio, firme,

de pie.