Ella, una niña hermosa, vivaz, de ojos que parecían absorber el mundo, siempre curiosa, siempre despierta y tan cariñosa. Era una princesa en su castillo de cuatro piezas —la sala, la cocina, el dormitorio de mamá y papá, y el suyo—. Vivía en su mágico mundo, un mundo casi perfecto. Muy apegada a su adolescente mami, a quien no dejaba respirar, pues la sentía compartida cada vez que la veía estudiar, preparándose para una profesión.
Con su papá, al que veía cada fin de semana —y a veces cada dos—, el vínculo existía, claro que sí: tenía a su papá, pero era un lazo más frío, más tímido, como si cada encuentro empezara desde cero. Él llegaba con buena voluntad, ella lo recibía con cariño… pero entre ambos había un espacio que nunca terminaba de cerrarse. No era falta de amor, quizá, sino falta de tiempo, de convivencia, de calor cotidiano.
Pero su mundo era bello: estaba cubierto por la atención que trae ser la primera nieta. Abuelos y tíos la rodeaban, y así se volvía el centro de todos. Acompañaban a la joven madre, sobre todo en tiempos de estudios y exámenes, haciendo que la niña creciera entre brazos disponibles y cariño abundante.
No obstante, la mayoría del tiempo ella estaba sola con su madre. Una madre joven, demasiado joven, que tenía que hacer las veces de mamá y papá, y a la vez cargar con todo lo que implica llevar una casa. No era solo dar cariño y poner límites: era cocinar, limpiar, estudiar, trabajar, pagar cuentas, resolver problemas y, aun así, estar disponible para una niña que la necesitaba entera.
La casa caía sobre sus hombros como un peso silencioso: las compras, las tareas del día, los horarios, las noches sin dormir, las responsabilidades que otros reparten entre dos… ella tenía que asumirlas sola. Ser adulta y ser madre al mismo tiempo, sin haber tenido tiempo de ser simplemente joven.
Y aun así, lo hacía. Con torpeza a veces, con cansancio casi siempre, pero con un amor tan grande que terminaba sosteniendo lo que la fuerza no alcanzaba.
Un día, la niña, muy enojada por un reto que le había dado su mamá, tomó el teléfono de línea fija que estaba en la sala, decidida a contarle todo a su papá. Marcó el número con manos temblorosas y esperó.
Al cabo de unos segundos, una voz femenina respondió del otro lado:
—¿Hola? ¿Quién habla?
La niña, confundida, dijo su nombre. Y enseguida preguntó:
—¿Y tú quién eres?
Hubo un breve silencio, como de alguien que piensa demasiado rápido y demasiado lento a la vez.
Finalmente, la mujer respondió:
—Gertrudis. Vos me llamaste. ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás llorando?
La niña, sin entender quién era esa mujer ni por qué atendía el teléfono de su papá, se largó a contarle todo lo sucedido: el reto, el enojo, la injusticia enorme, absoluta, típica de sus pocos años.
Gertrudis la escuchó con paciencia. Le preguntó qué había hecho, cómo se había sentido, por qué creía que su mamá la había retado, y la fue guiando entre sus sollozos con palabras suaves, maternales incluso.
Poco a poco, la niña fue calmándose. Su voz dejó de quebrarse, respiró hondo y, al final, ya tranquila, se despidió.
Gertrudis también se despidió con un tono amable, casi cariñoso. Luego cada una volvió a su tarea, la niña más liviana, sin saber que aquel llamado había abierto una puerta a algo que más tarde comprendería… o no.
Llegó un fin de semana y el padre apareció con un regalo para ella. La niña estaba tan contenta que, sin pensarlo dos veces, tomó el teléfono y volvió a marcar el número equivocado que creyó que era el de su papá. Y, como la primera vez, Gertrudis contestó.
—¿Hola? ¿Quién habla?
La niña sonrió al reconocer la voz y le contó quién era. Enseguida empezó a relatarle, entusiasmada, todo lo que su padre le había traído de regalo. Hablaba rápido, casi sin respirar, mientras describía cada detalle con la alegría inconfundible de los niños.
Gertrudis, del otro lado, la escuchaba con una ternura nueva, cálida. Celebraba con ella, se reía, la seguía en cada descripción como si estuviera viendo los regalos ahí mismo, sobre su mesa. A ambas les iluminaba la voz una felicidad sencilla, inesperada.
Volvieron a despedirse, cada una con la sensación de haber compartido algo bonito.
Y así siguieron dándose muchos llamados.
La niña marcaba ese número —ya no por error, sino por costumbre— y siempre encontraba a Gertrudis al otro lado.
Gertrudis la escuchaba con atención; la aconsejaba cuando había un reto, celebraba cuando había una alegría, y hasta le contaba pequeñas cosas de su propia vida.
Sin darse cuenta, entre las dos se fue formando una amistad tan improbable como hermosa: una niña que necesitaba ser escuchada y una mujer que encontraba ternura donde no la esperaba.
Cada vez que la niña tenía un disgusto, la llamaba.
Cada vez que algo la alegraba, también.
Hasta que un día, Gertrudis recibió una invitación inesperada: la niña la había invitado a su cumpleaños. Ella se emocionó, agradeció con ternura y le preguntó dónde sería. La niña, orgullosa, le dijo que en su casa y que la esperaría.
Llegó entonces el gran día del cumpleaños. Fue una fiesta hermosa: muchos invitados, risas, payasos, juegos, globos, piñata… pura celebración. La niña estuvo rodeada de amigos, primos, abuelos; corrió, saltó, se rió, disfrutó cada segundo.
Pasó la noche. Y a la mañana siguiente, al despertar, recordó de golpe.
Corrió hacia su madre:
—¡Mamá, mamá! ¡No vino Gertrudis!
La madre, sorprendida, le respondió con una sonrisa dulce:
—¿Gertrudis? ¿La amiga tuya del teléfono? Si no vino, por algo habrá sido, hija.
La niña no quedó conforme. Fue directo al teléfono y marcó el número.
Cuando Gertrudis atendió, la niña reclamó con su inocencia intacta:
—Gertrudis… no viniste a mi cumpleaños.
Gertrudis respondió con serenidad, como quien sabe algo que la niña aún no comprende:
—Claro que estuve.
Vi a los payasos, vi a tus amiguitos, a tus primos, a tus abuelos… los vi a todos.
Y vos estabas hermosa, tan feliz.
Hasta canté contigo el cumpleaños feliz.
¿Cómo no me viste, si yo estaba ahí?
La niña, confundida, murmuró:
—Qué raro… yo no te vi.
Gertrudis soltó una risa suave:
—No importa, mi cielo. Ya habrá otra ocasión para estar juntas.
Y ya sabés… solo tenés que llamarme, y yo siempre voy a estar.
Siempre podremos conversar.
La niña fue creciendo y la realidad empezó a invadirlo todo.
Papi y mami ya no estaban juntos, y su castillo de cuatro piezas se convirtió en la casa de los abuelos. En aquel castillo había quedado también el teléfono… el que usaba para llamar a Gertrudis.
Quizás otros niños tendrían amigos imaginarios, pero ella tenía a Gertrudis, que existía de verdad, con una voz viva que lo confirmaba.
Aunque nunca pudo demostrarle a su mamá que estaba ahí: Gertrudis siempre se despedía antes de que la madre llegara.
Nunca tuvo forma.
Nunca fue más que una voz: la voz de alegrías, de consuelos, de compañía inesperada.
Una voz que la acompañó durante meses, una presencia que ahora era recuerdo.
Ya no recordaba el número que la llevaba hasta ella. La vida cambió, las casas cambiaron, los teléfonos cambiaron. Gertrudis quedó perdida en algún pliegue del pasado.
La niña —ya no tan niña, con los años— se sorprendía a veces pensando:
“Gertrudis me extrañará…”
Un día, de visita a su mamá, la recordó y la mencionó.
Vio la sonrisa tierna de su madre, y fue allí, entre sollozos de añoranza que se desataron en la niña crecida, cuando pudo comprenderlo:
Gertrudis nunca se había ido.
Gertrudis siempre había estado detrás del segundo teléfono de la casa.
Ese teléfono que su mamá atendía con voz cambiada, apenas escuchaba que la niña marcaba un número —no importaba cuál— con tal de llegar a ella.
Gertrudis no fue un engaño.
No.
Gertrudis fue compañía.
Gertrudis fue atención.
Gertrudis fue sostén, consuelo y amor.
Hoy, Gertrudis por fin tiene forma.
Y ella la ama aún más, porque ahora también es mamá y sabe que, en poco tiempo, Gertrudis volverá…
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Autor:
Silvana Ibáñez (
Offline) - Publicado: 24 de noviembre de 2025 a las 08:41
- Comentario del autor sobre el poema: Ser mamá...
- Categoría: Cuento
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