La FriendZone
Llegaba siempre a la misma hora,
como si el sol tuviera su nombre
en la lista de asistencia.
Ella:
1.55 de altura,
ojos acaramelados,
con la travesura justa
para arruinarle la calma a un monje.
El cuerpo,
tallado por la terquedad diaria,
como si el sudor
fuera una forma discreta de fe.
Yo no la invité a mi cabeza,
pero entró igual,
sin meter ruido,
como quien abre una ventana
y deja pasar el invierno.
Enamorarse —lo aprendí ahí—
es una rifa sin ética:
a veces compras todos los números
y pierdes con elegancia;
otras, vas por la vida distraído,
rascas un boleto al azar
y el destino te guiña un ojo.
Pero a mí me tocó
el premio consuelo:
su “hola” aplicado
como un dedo en la herida,
mi “te amo” disimulado,
y esta suite sin barrotes
reservada bajo el nombre:
zona de amigos.

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