Un día antes de marcharse de este mundo, mi padre me miró con esa serenidad que solo tienen los que ya conversan con la eternidad, me miró con los ojos de quien ya habita en las constelaciones.
Me dijo:
—Pepe, traigo antojo de un café.
El hospital estaba lleno de murmullos, de pasos que no van a ninguna parte, era un animal dormido que respiraba con dificultad. Olía a incertidumbre.
Le escribí por teléfono a mi hermana para que, cuando viniera a relevarme, metiera de contrabando un café.
Me asomé por la ventana de aquella sala: la tarde se estiraba lenta, como si tuviera miedo de irse, era como una mano gigantesca mimando al tiempo.
Y así fue.
Cumplimos su antojo.
Mi hermana llegó con la encomienda y empezamos a darle pequeños sorbos de su bebida favorita.
Él bebió despacio, como el maestro que ha aprendido a saborear la vida.
La sonrisa se apoderó de todos nosotros; el rostro de mi padre se volvió sagrado, cada trago era una llave que abría puertas invisibles.
Nunca imaginamos que aquel sería su último café.
Al día siguiente, el eco de su respiración fue arrastrado por ese río indomable y oscuro, y él emprendería el viaje hacia la región donde el tiempo se disuelve.
Desde entonces, cada vez que el café humea en mi taza, siento que él vuelve, que me sonríe desde algún lugar donde los días ya no pesan, que construye un puente con el otro lado del sueño.
El café de aquella tarde fue una manera de despedirse del mundo:
sencilla, serena, como solo saben hacerlo los hombres buenos.
Quizás con ese último café, mi padre intentó decirnos que la vida está hecha de pequeños actos, de esos que parecen nada, pero que son capaces de contener al universo entero.
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Autor:
Astronauta (Seudónimo) (
Offline) - Publicado: 22 de noviembre de 2025 a las 19:34
- Categoría: Sin clasificar
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