Tsoreto 19 - La charla

Gustavo Affranchino

EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...
La charla

El investigador acababa de esposar a Jennifer.  La mujer regenteaba una banda de narcotraficantes que distribuían estupefacientes por Buenos Aires.  Era como de cuarenta y tantos.

-¿Por qué hace esto?- se interesó Tsoreto mientras aguardaban que la brigada liberase la salida.  Una explosión acababa de derribar multitud de escombros, encerrándolos a ambos en el interior de aquella pequeña habitación.

-¿Por qué hago qué?- le devolvió cual si escupiese.

-Traficar droga- continuó el detective aclarando la obviedad.

-Es mi trabajo- respondió.  –Usted es policía y yo no le pregunto por qué.

-No me preguntas porque imaginas mi respuesta.  En cambio, yo no conozco ni imagino la tuya- insistió Iemepé.

La mujer se veía ofuscada por el encierro.  Tras el derrumbe, los muros le hacían recordar su futuro; al menos el que ella misma vaticinaba: un triste y desesperanzado futuro.

Allí metida junto al oficial, no tenía mucho que hacer.  Al principio prefería no hablarle, pero con las horas llegó a rebalsar su aburrimiento y pensó que sería mejor si entablaban alguna conversación.

-¿Qué quería saber de mí?- lo animó.

-No comprendo por qué haces esto- reinició su charla Tsoreto, que por suerte estaba limpio.  –Yo decidí ser policía cuando era joven.  Amaba la justicia.  Si tenía que jugar a algo, siempre a mí me gustaba ser de los buenos.  Así que tomé esta ruta y la he transitado por treinta y tres largos años.

-¿Y te ha hecho feliz?- preguntole Jennifer tomando el rol de la periodista.

-Muy feliz.  Es un camino duro, áspero y a veces desagradable.  Pero he tenido muchas veces la sensación de que es esto para lo que fui diseñado.

Las últimas palabras del policía hicieron reír a la mujer.  –Hablas como si fueras un robot.

-Lo soy- bromeó Tsoreto mientras intentaba unos movimientos articulados con sonido metálico.  Ambos cayeron en una risa amistosa y el ambiente tornose más ameno que antes.

-Yo no elegí el lado de los “malos” desde joven- empezó a responder Jennifer.  –Iba a ser peluquera.

-¿Y entonces?- la alentó Iemepé que deseaba seguir escuchando.

-Entonces nada me salió bien.  No terminé el secundario; lo abandoné en cuarto y en las escuelas de peluquería que visité, me exigían el título- recordó lamentándose.  –A mi me apasionaba dar formas a las cabelleras, así que me ofrecí en varios negocios.  Al final, en uno me tomaron a prueba.

Jennifer vio al investigador a la máscara: -No era tan buena como pensaba.  Mis muñecas nunca me habían protestado, pero las clientas de aquella peluquería resultaron ser una banda de histéricas.

-Me echaron y seguí buscando.  Al tiempo, ya dándome por vencida probé con la prostitución.  De esa forma trataba de juntar alguna plata para después seguir yo sola haciendo lo que me gustase.  Pero lo único que junté fueron pestes y malos tratos.

-Mi último cliente notó lo mal que yo me sentía y me ofreció otra oportunidad.  Comencé vendiendo cocaína en las esquinas.  El mercado era peligroso pero movilizaba mucho dinero.  De a poco, como yo conocía la calle, pude ir progresando.

-Caí presa dos o tres veces.  Creo que ya nada me importaba- dijo esto y se quedó pensativa.

Tsoreto encargose de finalizar la biografía: -Entonces te fuiste haciendo de más fondos y experiencia.  Progresaste en el negocio y llegaste a manejar tu propia organización.

-Sí.  Así fue- selló la mujer.

-Una vida plagada de esfuerzos- empezó Iemepé.  –No suena mal... salvo por el detalle de que a cada paso dejaste de lado tus principios y valores.  Tremendo detalle por cierto.

Jennifer se inquietó: -Yo sólo comercializo.  Si yo no lo hiciera lo haría otro.  Por otra parte, no es mi culpa que haya drogones por todos lados.  Sus muertes y porquerías no me corresponden a mí sino a ellos mismos.

Tsoreto captó gran desarrollo en su alocución.  –Se ve que lo has meditado bastantes veces- le dijo.

La mujer no respondió; ya volvía a sentirse incómoda.  Dio media vuelta el rostro y se cubrió con los propios pelos.

Lo que creía tener ante sí el detective, era una persona recuperable.  Posiblemente sólo se trataba de una de esas chispas de esperanza y el objetivo resultara inalcanzable, pero intentaría hurgar un poco más.

-Me dejas jugar al psicólogo- le refirió minutos después.

La narcotraficante continuaba en silencio así que Iemepé lo tomó como una aceptación.

-Volvamos a los tiempos del colegio- inició su sesión.  –He tenido buenos y malos maestros.

-Yo también- se le oyó a Jennifer como entre dientes.

-Sí- prosiguió Tsoreto, -a todos non pasa.  Cuando enseñaban matemática yo aprendía a razonar; con lengua mejoraba mi idioma; con biología me hacía más parte de la Naturaleza y así con cada materia, aunque uno no suele darse cuenta.  En reiteradas ocasiones me cuestionaba para qué servía aquello que me enseñaban; y siempre conseguía respuesta, salvo en un caso.  Esa materia, que tantas veces repetían las maestras del primario y cuyo suplicio se extendía hasta los confines más lejanos del bachillerato, era historia.

-No comprendía por qué motivo resultaba necesario aprender lo que habían hecho otros, si mi vida era mía propia y además se trataba de un camino hacia adelante.

La mujer lo interrumpió: -De la historia se pueden aprender muchas cosas.  Puedes ver los errores cometidos por otros para no volver a cometerlos tú.  También sirve para aprovechar en el mismo sentido los aciertos.

-Claro- aceptó Tsoreto, -pero entonces no podía verlo.  Mi rebeldía mental me lo impedía.

-Yo también fui muy rebelde- se alegró Jennifer.

Iemepé estaba logrando que la mujer se involucrara suficiente.  Sabía que si podía mover algunas piezas bien dentro de ella, la probabilidad de lograr un efecto positivo aumentaba.

-Y lo mejor de todo es que años después, mientras me alejaba de mis días adolescentes- continuó el detective, -fui descubriendo que los que ellos, mis profesores y profesoras de historia me habían brindado, había sido tremenda pincelada en el cuadro de mi vida.

-Al principio me contaron la historia como cuentito.  Todas las cosas eran perfectas, los héroes eran grandes hombres y sus palabras intachables; la patria se sentía pura.

-Después abundaban los profesores que hablaban de intereses económicos, resaltaban la humanidad de las personas a que llamábamos próceres y se jactaban de conocer esos vericuetos de nuestra historia que mostraban que nada era como aquel cuentito que nos solían enseñar.

-A esas clases se sumaba lo que de vez en cuando veía por televisión y leía en los diarios.  El panorama se ponía cada vez más sombrío.  A nadie le había interesado hacer una Argentina sana.  Todos se habían movido por intereses personales; a uno le convenía más tal postura por su relación económica con los ingleses, a otro lo llevaban las presiones de España, o los yanquis habían tenido un buen arreglo con él.  Siempre el dinero estaba en el centro de cada decisión, de cada lucha.

-Y eso es así- lo interrumpió Jennifer.

-¡Claro que es así!- gritó Tsoreto, -todos los que están convencidos de lo que mis profesores, la televisión, los diarios y tú acabas de afirmar, viven según ello.  Tú estás convencida, así que puedes analizarte para atrás y darte cuenta de que todas tus decisiones han sido movidas por el fin último que conocemos: money.

La mujer miró al infinito.  Su cerebro estaba rodando la dura película que ella protagonizaba.

-Cuando era niña y en los primeros años de mi juventud- creyó descubrir, -no pensaba tanto en la plata.  Hacía las cosas porque me gustaban; porque quería.

-Pero esos son momentos muy tempranos, en que todavía no estabas bien asentada en el planeta- la refutó el policía.

Jennifer aceptó aquello y continuó la carburación mental.

-Cuando creciste- insistió Tsoreto, -el dinero pasó a serlo todo, resignaste tus gustos e intenciones trascendentes; como nuestros supuestos próceres.

A la mujer le molestaba pensarlo así.  Pese a ello, creía que lo que le decían resultaba lógico.  Ella estaba harto acostumbrada a aceptar; le gustara o no; así que no dijo nada.

Pero el investigador desenvainó la furia contenida: -¡¡No es así!!  ¡Pobrecita de ti y de todos los que mueren sin despertar de la pesada mentira!- los alaridos del policía hacían vibrar la montaña de cascotes.  -¡Hay muchos hijos de puta que quisieron meter nuestra realidad bajo la alfombra de la mediocridad!  ¡Y los sigue habiendo!

-¡La poesía existe; existe el amor y el entusiasmo; qué es más claro que eso o está más a la vista de todos!- tras gritar unas cuantas frases el investigador se fue calmando y prosiguió su alocución en un nivel acústico menor.

-El paradigma que vivimos incluye esa idea de que, queramos o no, el dinero es, fue y será siempre motor de cualquier decisión importante.  No hay lugar para imaginar un esfuerzo “real” hecho sin que medie un beneficio económico considerable.

-Y no es así.  Allí está el punto; la verdad que te saca de abajo de la pesada alfombra.

-El General Belgrano tenía ideales sublimes cuando armó la enseña que hoy usamos.  Así se motorizaba también el valor del Libertador San Martín, de Moreno y de tantos otros verdaderos próceres y patriotas.

-El bien común es buscado por muchos.  La muerte ha sido alcanzada infinidad de veces defendiendo la verdad, la justicia, la verdadera libertad, los verdaderos y reales ideales.  Reales.

-No es real la sumisión de los grandes hombres y mujeres al vil metal, como no lo es la mía, ni tiene por qué serlo la de nadie.

-La impureza de intenciones no es sino más que lo que mueve a los impuros, a los débiles, a los pequeños de mente y de espíritu, a los que no tienen honor verdadero.  ¡O acaso piensas que el honor no existe!- volvió a enardecerse Iemepé.

-Este es el nuevo paradigma que nace: hacer porque queremos, dedicar la vida a mejorar esta bendita pelota de tierra y agua en la que vivimos, ser valientes...

El rostro de Jennifer parecía más iluminado.

-Se trata de no perder la niña que tienes dentro- le aconsejaba el policía a su cautiva delincuente.  –Nunca dejes de ser libre.  Pese a que estés tras las rejas, no dejes de ser libre...

La brigada terminó de quitar cascotes.  Por el pasadizo abierto entraron dos y ayudaron a Tsoreto y a Jennifer a salir.  Después vino el patrullero, la comisaría, el juicio y la cárcel.  Como se esperaba.

El investigador nunca más supo de aquella mujer de cuarenta y tantos.  En lo más hondo, deseaba haber logrado mostrarle por sobre la pesada alfombra.

Tsoreto tenía bien claro cómo eran las cosas.  Pensó en escribir un libro entero sobre las verdades reales y las mentiras que aparentaban ser esas verdades.

Recordó mientras inspiraba profundo al padre de su Patria y le agradeció.  Como muchos otros individuos aquí y allá, Iemepé se guiaba por el Bien.  Tomaba las decisiones de mayor importancia asido a sus principios, así como lo hacía con todas sus decisiones.

Estaba mucho más arriba de la alfombra, en ese espacio superior grande e infinito; por eso, el Investigador de la Máscara de Plata continuaría haciendo justicia.

  • Autor: Gustavo Affranchino (Offline Offline)
  • Publicado: 19 de noviembre de 2025 a las 07:42
  • Categoría: Cuento
  • Lecturas: 4
  • Usuarios favoritos de este poema: Nelaery
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