Tsoreto 18 - Postergando

Gustavo Affranchino

EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...
Postergando

Los nubarrones grises forcejeaban enlazados, intentando que se colara el mínimo de luz.  Unos vientos fríos iban y venían.  Tu propia lectura atiesábase como consecuencia del invernal golpeteo.

Sí.  La gelatura resultaba tal que era capaz de congelar a la distancia; aunque el trecho fuese tan amplio como éste, que separa lo vivido por el investigador de las letras sobre esta hoja de papel.

Pese a ello, no temas.  No quedarás cautivo entre párrafos, ni serás succionado aquí dentro.  El único posible peligro aparecería si tuvieras sujeto este libro con tu mano izquierda y estuvieses cómodamente sentado.

En ese caso, varía tu postura.  Con ello bastará.

Tsoreto había tenido que navegar hasta la Península Antártica.  Según un informe urgente de Prefectura, había necesidad de controlar la estabilidad del inlandsis -esa gruesa capa de hielo que recubre al continente austral.

Saboreando una tacita de té preparado en la base, el investigador cambiaba ideas con los oficiales científicos residentes.  Unos sismógrafos instalados decenios atrás, no cesaban de detectar movimientos fuera de lo normal.  Como si el casquete estuviera agrietándose por dentro.

-¿Qué ocurriría si se quebrase el inlandsis?- quiso saber Tsoreto.

El geólogo comenzó a explicarle que esa gruesa capa de agua sólida poseía más de trece millones de kilómetros cuadrados de superficie, y un espesor de entre uno y dos kilómetros.  Imaginar aquel casquete polar hecho trozos y vagando por los océanos llevaba a claras consecuencias: el retorno de Pantalasa.

Pantalasa fue, según la teoría de Wegener, el primer gran y único océano.  Cuando los bloques congelados empezasen a flotar a la deriva, el nivel hídrico cubriría gran parte de las tierras continentales.  Para el término de la descongelación pocos territorios permanecerían emergidos.

-Si no logramos detener esto- hablaba el científico cual si bombeara su aliento con cada latido, -se terminará nuestra era.

El investigador había llegado ya a preocuparse.  Expectoró un flema endurecida y la guardó en el bolsillo de la camisa.

-Mientras haya... habrá esperanza- intentó alentarlos.

-¿Mientras haya qué?- se extrañó uno de los militares, creyendo no haberlo oído bien.

-Mientras haya- afirmó Tsoreto.  –Simplemente.  Siempre habrá esperanza.

Infinitos cristales níveos, aquí y allá, observaron el destello optimista reflejado por el Sol, haciendo eco luminoso en la máscara de plata.  Los choricetes lipidosos que servían a Iemepé de piernas avanzaron; no se les escaparía el vagón alcahuete del tren de las soluciones.

Las chapas naranjas de ese último coche asemejaban los uniformes que se usaban por allí.  En Base Marambio el clima era cordial.  Nunca faltaba la mano tendida de alguien para sacarlo a uno del pozo en donde hubiese tropezado.

-¿Quién puede querer destruir la Tierra?- razonaba Iemepé.  –Sin duda alguien que no vive aquí... o algún suicida... o alguien que vive muy, muy alto...

Eso tenía sentido, así que se comunicó con efectivos de Katmandú, Nueva Delhi, Mendoza, Berna y otros sitios cercanos a los macizos mayores del planeta.

-¿Usted piensa que este posible cataclismo no es natural?- se sorprendió uno de los antárticos.

Tsoreto le respondió con otra pregunta: -¿Qué ocurriría si alguien ubicara cargas nucleares estratégicamente, en determinados puntos del inlandsis, de manera de que al estallar lo fracturasen?

-Quizá sería posible...- razonaban en voz alta.  –Con una disposición bien calculada, los fragmentos serían impulsados radialmente y se alejarían del Polo Sur.

-Debemos cubrir todos los flancos- aclaró el detective.  -Yo mucho no puedo hacer si esto está manejado por Natura; ese frente les corresponde a ustedes.  Pero estoy aquí para evaluar otras posibilidades.  Si acaso hay una mano criminal que desea volcar esta gran cubetera, lo sabremos pronto.

Las investigaciones prosiguieron.  El sismo tenía origen cercano al polo geográfico.  Como cuando Tsoreto había llegado a la base, continuaban captándose vibraciones residuales.

Pronto, la desentramada del policía argentino alcanzó el vagón alcahuete.  Desde Katmandú, llegaron informes de un asentamiento demasiado ampuloso detectado cerca de la cumbre del monte Everest.  A más de ocho mil metros de altura, varias construcciones, antenas y radares delataban la presencia de un supuesto laboratorio.

Otro dato infló más aún las apuestas: el epicentro del terremoto estaba a dos kilómetros bajo el hielo, en lo que era el centro geométrico del manto congelado.  Por la superficie, se habían detectado emisiones gamma en extremo densas.

Tsoreto unió esos y otros informes.  Siendo las diecisiete cuarenta, citaron a todo el personal para una reunión de urgencia; se realizaría a las seis de la tarde y sería presidida por...

¿Por quién más?

El Investigador de la Máscara de Plata desplegó una carta topográfica completa del continente austral.  Valiéndose de bolitas de moco, fue marcando cada una de las coordenadas donde estarían dispuestos los explosivos.

-Si mis cálculos no fallan, éstas son las ubicaciones que resultarían más dañinas a la estabilidad del inlandsis- Iemepé vestía un guardapolvo blanco y se dirigía a su audiencia con labia muy docta.  –El estallido inicial fue necesario para corroborar los cálculos.  Además de ello, les sirvió para tensionar en mayor medida un sector anular alrededor del polo.

-Pero, ¿quién es el responsable de esto?- inquirió uno de los participantes.

-Una secta- se lamentó Tsoreto.  –¡Cuándo no!  Hay mucha gente loca en esta pelota en la que vivimos.  Hace no mucho, desbaraté a unos que se hacían llamar “La Langosta Peluda”, en África.  Desde entonces, cada vez presto más atención a los crímenes cometidos en pos de delirios o yerros místicos de distinta especie.  ¡Cualquiera cree que puede inventar su propia religión!,  y lo peor es que siempre hay un séquito de ganado humano que lo sigue en sus locuras.

-En este caso estamos frente al Convenio del Fin del Mundo, un cúmulo de idiotas que en la vida diaria jugaban a ser empresarios.  Con sus ahorros construyeron una base de operaciones en la montaña más alta del planeta y están decididos a terminar con la humanidad.  Esperaban ya que sucediera con el cambio de la unidad de mil en el nombre de los años.  Pero como no ocurrió nada, se autoencomendaron la colosal tarea.

-Mediante túneles excavados durante años, tuvieron acceso a la cara inferior del inlandsis antártico.  Allí ubicaron cargas nucleares de fisión, con kilotonaje suficiente para lograr sus fines.

La expresión de muchos rayaba el asombro y el enojo.

Tsoreto continuó: -La explosión inicial que detectaron sus sismógrafos no fue la primera.  En el 2008 habían puesto a prueba su idea con un experimento en el otro casquete de hielo que existe: el inlandsis de Groenlandia.

-¿Y cuándo piensan hacer estallar las otras cargas?- lo interrumpió oportunamente un Coronel.

Iemepé observó su reloj pulsera.

-Nos quedan veinticinco horas y dos minutos- iniciada la cuenta regresiva en sus mentes, una nube de pasmo invadió la sala.  –El General Ñangapiray los pondrá al tanto del plan- concluyó Tsoreto mientras quien lo acompañaba en la exposición se puso de pie y extendió una larga lista de horarios y detalles logístico-técnicos.

De inmediato se conectaron desde la base Marambio con el resto de destacamentos internacionales.  Coordinados por Ñangapiray, todos los equipos tomaron posición.  Las coordenadas calculadas por el investigador eran exactas.  Unos trépanos poderosos permitiéronles alcanzar cada bomba atómica.  Una vez afuera, los militares desactivaron los detonadores y enviaron las cabezas nucleares bajo custodia para ser destruidas.

Desde lo alto del Everest los sectarios constataron la falla de su plan.  Según ellos, Tsoreto había postergado lo inevitable...

La mayoría cayó presa.  Cada uno contaba los días esperando la Apocalipsis detrás de los oscuros barrotes.

Tsoreto alcanzó otra vez el vagón naranja; entró al anteúltimo coche y pagó al guarda para que lo llevasen de regreso a casa.

Allí, con la Antártida y la Tierra a salvo, el Investigador de la Máscara de Plata continuó haciendo justicia.

  • Autor: Gustavo Affranchino (Online Online)
  • Publicado: 18 de noviembre de 2025 a las 07:26
  • Categoría: Cuento
  • Lecturas: 2
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