Incertezas

Fernando Di Filippo

Nunca supe en qué año comenzó el sueño. Me atrevo a fecharlo en el 2001, aunque sospecho que ya me acompañaba desde antes, como esos recuerdos que creemos adquirir en la infancia pero que, en verdad, nos han sido impuestos por la memoria de otros. El sueño era siempre el mismo: un péndulo oscilando en la oscuridad absoluta, un vaivén tan perfecto que parecía ajeno a la materia. En torno a él reinaba un silencio que no era la ausencia de sonido, sino una presencia, un imperio.

En 2003, movido por una mezcla de curiosidad y temor, mencioné el sueño a mi amigo Esteban Gallardo, profesor de simbología medieval en una universidad cuya existencia él mismo ponía en duda. Le interesó el asunto con esa intensidad secreta que lo caracterizaba. Me pidió detalles; se los di. Al día siguiente, Gallardo golpeó la puerta de mi casa con un libro en la mano: un volumen encuadernado en cuero claro, sin título. Me dijo que lo había encontrado en una librería de la calle México, aunque luego olvidó cuál.

—Es el Liber Oscillationis —me dijo con un entusiasmo impropio de él—. Atribuido a un tal Fray Mauricio de Arlés, monje del siglo XIII. Habla de un péndulo que se aparece en sueños. No sé si es tuyo o si vos sos suyo.

El libro, aunque escrito en un latín de dudosa genealogía, mencionaba una figura que gobernaba “el imperium silentii”, un reinado nocturno donde el tiempo era un animal que respiraba. Según el manuscrito, el péndulo no era un objeto, sino “la forma que adopta la espera cuando ha renunciado a ser esperanza”.

No supe qué pensar.

Las noches continuaron. El péndulo también. A cada noche lo sentía más cerca, como si su oscilación hubiera cobrado un interés particular por mí. Comencé a temer el sueño y a buscar refugio en la vigilia. A veces creí oír el leve desplazamiento del aire que su movimiento producía, aunque la habitación estaba en un silencio perfecto. Un silencio que reconocí.

En una madrugada, me despertó el teléfono. Era Gallardo. Su voz, casi inaudible, parecía provenir de un lugar muy lejos de sí mismo.

—Lo encontré —me dijo—. El péndulo no es un símbolo. Es un destino.

Quise pedirle explicaciones, pero la línea se cortó. Lo llamé varias veces, sin éxito. Al amanecer fui a su departamento. La puerta estaba abierta. Adentro, todo era ordenado, salvo un detalle que aún hoy no sé si fue una ilusión: sobre su escritorio había un péndulo detenido, como si hubiera caído desde una altura imprecisa. El extremo inferior formaba una leve hendidura en la madera.

El libro del monje arlés estaba abierto en la última página. Allí, con una caligrafía diferente a la del manuscrito, alguien había escrito: “La caída es la consumación del silencio.”

Esa noche dormí con un temor que no confesé a nadie. El sueño volvió. El péndulo oscilaba, sí, pero no como antes. Ahora ya no era un movimiento; era una espera. El silencio que lo rodeaba no era vasto: era final.

Cuando desperté, algo había cambiado: no recordaba el sueño completo, sino que el sueño parecía recordarme a mí.

Desde entonces, cada noche, antes de dormir, dejo una luz encendida, como quien deja una ofrenda. Sé que nada la detendrá. Sé que el péndulo no simboliza la muerte: simboliza un encuentro. Con qué o con quién, lo ignoro.

A veces pienso que Gallardo no desapareció: simplemente entró en el imperio que alguna noche me espera.
A veces pienso —y esto es más inquietante— que el péndulo no avanza hacia mí, sino que soy yo quien se desliza hacia su caída.

No hay moraleja.
No hay revelación.

Solo un movimiento.
Y la certeza, cada vez más clara, de que el péndulo no sueña conmigo: me está recordando.

 

 

Fernando Guerra

18 11 2025

  • Autor: Fernando Guerra (Seudónimo) (Online Online)
  • Publicado: 18 de noviembre de 2025 a las 03:21
  • Categoría: Cuento
  • Lecturas: 1
  • Usuarios favoritos de este poema: Fernando Di Filippo
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