El tacto de lo invisible
(de Wcelogan)
Y yo te quise desde mi noche sin memoria,
desde esta sombra heredada
donde incluso los sueños vienen sin rostro.
Te amé con la certeza de los ciegos,
esa fe que nace en la herida
y se aferra a lo que sigue respirando.
Palpé tu rostro como quien invoca un presagio,
descifrando en tus gestos
un alfabeto de lluvia y hueso.
Porque el amor que es verdadero
no reclama la luz del mundo:
se alimenta de lo oscuro
y reconoce su destino
en la leve conmoción de tu piel.
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Escribí este poema intentando comprender cómo ama alguien que no ve. No desde la lástima ni desde la distancia, sino desde la pregunta más simple y más difícil:
¿cómo se reconoce a un ser amado cuando la mirada no existe?
Mientras avanzaba, me di cuenta de que no estaba describiendo solo la experiencia de una persona ciega, sino también la mía, y quizá la de todos. Porque, al final, amar siempre implica moverse a tientas. Siempre confiamos en signos que no terminamos de entender, en latidos que interpretamos como presagios, en gestos que leemos como si fueran un idioma secreto.
En esa exploración descubrí que la oscuridad no es una falta; es un territorio.
Un lugar donde el tacto se vuelve lenguaje completo, donde la piel se convierte en mapa y memoria, donde el otro se revela no por su apariencia, sino por la vibración íntima que deja en nosotros.
Quise escribir este poema desde esa verdad:
que la luz no garantiza el amor,
y que la oscuridad tampoco lo impide.
Que, a veces, solo cuando dejamos de ver, empezamos realmente a percibir.
El tacto de lo invisible nació así: como un intento de imaginar la experiencia de alguien que ama sin ojos, y terminó siendo una confesión de cómo yo también he amado, cómo sigo amando:
desde mis propias sombras,
desde mis heridas,
desde esa fe que se aferra a lo que sigue respirando.

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