EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...
En primera persona
-Yo soy Tsoreto.
-Créanlo o no, pese a la ausencia olfativa que puedan notar, yo soy Tsoreto.
-Jovencitos; esta escuela está en cuarentena. Cómo saben se ha detectado un brote de la enfermedad del sueño en cuarto grado. Es por eso que no nos dejan salir.
-Nuestros papis y mamis pueden vernos por televisión. Esas cámaras instaladas en cada aula están ahora enganchadas a los canales, y la gente puede mirarnos en noticieros y esas cosas.
Todos lo veían con mucha atención. Habían escuchado hablar de aquel legendario policía, así que estar con él resultaba apasionante.
Tsoreto trataba de contenerlos explicándoles claramente lo que vendría, pero los niños no necesitaban hasta entonces mucho apoyo psicológico. Más que asustados estaban hambrientos de historias. Deseaban con locura que Iemepé permaneciese en el grado de ellos y no siguiese recorriendo aula tras aula.
-Cuéntanos una historia de verdad- rogole una niñita, preparando un enternecedor rostro de apuchereado por si recibía una respuesta negativa.
El investigador dudó. Las semanas serían largas allí dentro y le faltaban pocos cursos por visitar; así que aceptó.
Los treinta y dos alumnos de quinto se sentaron en ronda a su derredor. Tsoreto se sentó y empezó a narrarles una triste aventura que había oído de su madre Antsaria. Según sabía, era real:
“No cabía ya ni una pequeña rana. Estaba acurrucado de tal manera que hasta le resultaba difícil respirar. Salvo cuando lograba despegarse unos milímetros de sus muslos, permanecía vivo con el poco aire que lograra hacerse paso entre sus apretados interiores.
Bajo la repisa lustrada del antiguo esquinero, junto al ángulo de la pared, cubierto por el escaso velo del mantel que sobresalía aquella tarde de la mesa del salón comedor, tieso y en mudo silencio yacía Jacinto.
El sonido crujiente y doloroso como el acero de las lustradas botas avanzando sobre la también lustrada pinotea, tensaba cada vez más el temor del joven que aguardaba.
Aguardaba como rezando en su mente, pensando bajito para que ni aquel sonido imaginario se oyera. Aguardaba que de una vez por todas aquellos dos hombres armados salieran de la casa. Qué más ya no buscaran. Se dieran por vencidos. Aburriéranse de husmear entre los muebles y puertas y, sobretodo, que no se les ocurriera mirar por debajo del mantel que hasta ese momento, había logrado guardarlo a salvo.
Minutos y minutos pasaban lentamente, estirándose al tamaño de largas horas. La agujeta del reloj pulsera negro que llevaba Jacinto en su muñeca izquierda y lograba observar por debajo de su sudada nalga derecha que le pendía casi tocando el suelo, estaba ya atascada y avanzaba muy, pero muy de vez en cuando.
Cuando por fin ambos buscantes se encaminaban a abandonar su tarea, estando éstos a unos pocos pies de la arcada de salida, un ratón, o una rata, o algún desgraciado pequeño bicho, atravesó a lo largo y por debajo, a gran velocidad, la mesa que lindaba protectoramente al acurrucado cuerpo de nuestro muchacho.
No alcanzó a oírse dos veces el tiritar de sus rápidos pasitos golpeando la madera del piso; el malhechor más cercano al rincón de Jacinto giró sobre sus oscuros talones y rompió la delgada membrana muda que reinaba por allí, con un duro martillazo y explosión de su arma de fuego.
Se sobresaltó y luego volvió a aquietarse el niño. El tiro hundió en parte las tiras lustrosas de pinotea que lograba ver de reojo por sobre la curva de su hombro. Poco importaba lo que pasara con los muebles y las cosas. Tenían ya que dejarlo en paz. Tendrían que salir de allí. Jacinto estaba dispuesto a esperar cuanto fuera en el más absoluto y muerto silencio; sin siquiera moverse; sin siquiera pestañar.
Los dos ladrones se agacharon quejosamente y escudriñando con ligereza el inferior de la mesa sobre la que dispararon, llegaron pronto al pedazo donde se ocultaba Jacinto.
Aunque no lo vieron a primera vista, algo les inquietó.
Comenzaron a revisar palmo a palmo nuevamente la habitación. La luz no funcionaba para suerte de nuestro amigo y las tinieblas, que otrora le infundieron temor, lo hacían hoy sentir mucho más seguro.
El rezo de Jacinto casi ya se escapaba de sus labios. No había frío ni calor que pudieran moverlo. Sus miembros cosquilleaban opacos, ya casi dormidos. Comenzaba cada vez más a sentirse parte de la pared; continuación de los tiesos y arenosos ladrillos.
Seguían husmeando mientras tanto, ambos seres malvados de negras botas, armas y pasos crujientes. El comedor era grande y tenían mucho por escudriñar. Entre sillones. Entre sillas. También tras las puertas de sendos modulares, en sus vitrinas y bajo las otras mesas.
Jacinto temía pero iba acostumbrándose a la horrenda situación. Poco después, como en quince minutos, acurrucado por el mismo crepitar de los cuatro pasos de cuero que iban y venían, hecho ya parte del propio cemento que pegaba los ladrillos, Jacinto se aflojó y quedó dormido.
Sin roncar; respirando así de despacito como lo hacía antes.
...
Los delincuentes nunca hallaron a Jacinto y abandonaron la búsqueda.
Tampoco pudo hacerlo su madre ni sus tres hermanos.
La policía rastreó intensamente la zona para dar con el cuerpo, con la esperanza de hallarlo con vida. Pero nunca lo hicieron. Nunca llegaron a encontrarlo.
Jacinto era pared; y viviría allí por siempre hasta que lo tiraran abajo.
Lo pintaron; lo lijaron; y hasta cubrieron sus rendijas con cal y yeso. Nunca más se movió.
...
Jacinto era pared.“
Los niños y niñas lo veían muy atentos. Algunos tenían la boca abierta asombrados de que aquello fuera verdadero.
Iemepé notó que, uno de los más pícaros, se había escondido bajo un pupitre acomodándolo junto al muro lateral de la habitación. Acurrucado como el tal Jacinto debía estar preparando una de sus bromas.
Tsoreto se le anticipó y con un grito entre alegre, sorprendido y alarmado, aumentó la taquicardia de todos los jóvenes corazones: -¡¡¡Jacinto!!!- lanzó a los cuatro vientos mientras se paraba refléjicamente y daba un paso al encuentro del bromista.
De a poco, todos se fueron recuperando del susto y aplaudieron y abrazaron al detective.
...
En la puerta siguiente estaba séptimo, el anteúltimo grado que le restaba visitar.
Cuando entró lo recibieron con palmas y brazos en alto haciendo gestos de victoria. Los muchachitos se habían enterado de su presencia en el establecimiento y se hallaban charlando y fabulando sobre las míticas historias del detective. Las chicas lo observaban con cara sonriente.
Sin que Iemepé dijera nada, los más grandes del cole tomaron asieto rodeándolo en medialuna.
-Imagino que desean que les cuente algo de la vida policial- los censó con un tranquilo vistazo y pronosticó la enorme esperanza ávida de misterios que crepitaba en esas cabecitas.
-Para ponernos en clima, vamos a payar unas lindas estrofas- dicho esto, Tsoreto asió y afinó rápidamente una guitarra que descansaba contra la esquina del pizarrón.
Principió con unos rasguidos y dio paso a los iniciales versos de su payada en clave de PE:
Pedo;
pedo estruendoso y rotundo
que al surgir de un agujero profundo
brindas vida y aroma al mundo.
Pedo;
burbujeante y armónico pedo
que al salir a la luz tembloroso
das cosquillas al más paseandero
y contentas al más asqueroso.
Pedo;
pedo mío, gran compañero
que al estar sumergido en el agua
y pedir a tu voz un consejo
no hago más que observar tu belleza
y pinchar tus globitos espero.
Pedo; sí,
pedo al fin,
simbólico esbozo del viento,
soplido de puro aserrín,
pedazo de asco volante,
sembradío de vómito ruin.
Pedo;
¡oh gran pedo esplendoroso!
estrépito del poro entrenalgoso
que a la vida tornas tanto más feliz:
quiero agradecerte en este día
tu amigable compañía con el pis.
-Mi Nariz-
Séptimo grado reía junto con Tsoreto a más no poder. Una maestra de música que había escuchado desde afuera, contenía sus carcajadas con dificultad.
Los días y las noches siguieron de esa forma transcurriendo durante la cuarentena. El que Iemepé se ofreciese para acompañar a los educadores y educandos durante la larga espera, había mejorado desde el principio todos los ánimos.
...
Para cerrar la estadía con broche de oro, poco antes de recibir el aviso finiquitando la cuarentena, el investigador les enseñó una nueva oración para izar o arriar la enseña patria. Decía así:
Por entre los cirros de nieve
y del cielo el profundo celeste,
mil aguijones de luz
la bandera del Sur entretejen.
Centrado en su blanco sublime
el áureo Sol la preside,
cual ideal de firmeza
que en la fuerza patria se inscribe.
Inmensos hielos glaciales,
selva, bosque y planicie,
Pampa, Andes y Puna,
unidos en ella conviven.
Océano y tierras salvajes,
playa y amplias ciudades;
enfranjado en su paño se escucha
de la espuma el tremor en los mares.
Es el paño de nuestra bandera,
es la insignia mayor de la Patria,
son el Zonda feroz y el Pampero
que a la Tierra: ¡Argentina! -proclaman.
Al lunes siguiente, cuando se reiniciaron las clases normales, no faltó el impresionante poema.
Tsoreto tenía bien claro cuál era la piedra fundamental de la sociedad. Sin ella, todo se desmoronaba; con mucha de ella, podía crecerse hasta alturas insospechadas.
Así entonces aportando a la “educación” de su patria, el Investigador de la Máscara de Plata continuaría haciendo justicia.
-
Autor:
Gustavo Affranchino (
Offline) - Publicado: 17 de noviembre de 2025 a las 00:12
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 4
- Usuarios favoritos de este poema: benchy43

Offline)
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