EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...
La uña podrida del chaqueño aplastado por un verdulero africano
... o (La uña del pie podrido del chaqueño roto)
Respirar cielo se oía al viento acurrucándose entre las cataratas. El Iguazú pintaba cristales de fresca belleza entre las gotas mientras dos dulces nubes acariciaban fieles la paz del día que nacía. Pleno.
Pleno de mugre estaba el acolchado que cubría al cuerpo residuoso de Tsoreto. Hotel MAYÍN contaba un cartel sobre la arcada de la puerta y, sí, no estoy hablando del agujero de la puerta, sino de la arcada vomitiva que logró arrancar el aroma del detective al material mismo del que estaba hecha; esa madera perenne que consiguió recordar aquellos días en la selva, bastándole la vida enganchada en su tenuísimo pensamiento vegetal para casi expectorar sus entrañas ligninosas hacia las afueras. Embebiendo de pútridas partículas la cercanía de la provincia misionera, nuestro heroico detective descansaba feliz en merecidas vacaciones.
Más allá de la Mesopotamia, un carpintero chaqueño retorcía sus titánicas fuerzas frente al serrucho para abrir la piel de un quebracho que gemía moribundo. Su oído sensible percibía los quejidos de aquel árbol; frenó entonces y dijo (porque él sabía que unas palabras alcanzaban para consolarlo): _No te quejes anciano, que con tus tablas construiré una cuna para mi nieto recién nacido, y el te llenará de vida.
El buen trabajador vestía unas prendas livianas para soportar la temperatura de la región, sumada al calor que transpiraba su cuerpo dentada tras dentada. Unas humildes ojotas de cuero acolchaban su descalcez, impidiendo que algún cayo rascara feroz el suelo de hojas, tierra y malezas. Pero un peligro invisible se acercaba. Los aires se movían hacia el sudoeste; aunque esta vez no sólo acarreaban húmedos olores misioneros y verdes bramidos de la selva, hoy también flotaba entre las brisas una microscópica partícula tumefacta, proveniente de algún pliegue epidérmico de Tsoreto. Este ultravenénico grano de polvo inerte, después de pasar por sobre la sabana chaqueña, más allá del recodo remolínico que la succionó al transitar las cercanías del quebracho, fue a posarse en el dedo gordo del pie derecho del carpintero. Su sensible oído no palpó el sonido del aterrizaje, y enseguida, una tibia gota de sudor arrastró torrencialmente al hollín tóxico hasta debajo de la uña, justo en el sector en donde comienza a despegarse de la carne.
Transcurrieron tres horas y el dolor que sufría en la pierna ya era insoportable.
La hija menor decidió llevarlo al hospital de Paso de la Patria, donde de inmediato lo internaron en terapia intensiva. La podredumbre avanzaba a pasos agigantados por los tejidos; tendría muy pronto que elegir entre perder la pierna o arriesgarse a perder la vida si los médicos no amputaban.
Al mismo tiempo, en Misiones, el Investigador de la Máscara de Plata recibía telefónicamente al comisario, quien le encargaba una misión internacional: “África; sectas maléfica; sacrificios humanos. A investigar.”
Gracias a sus fortísimos brazos y a una enorme capacidad pulmonar, Tsoreto logró cruzar nadando el Océano Atlántico en un día y medio, arribando algo agitado a las costas de Angola. Al salir del agua y empezar a trotar sobre la arena caliente, cayó repentinamente desmayado...
Despertó en el hospital acompañado de una hermosa enfermera supermelanínica. Ayudado por sus grandes conocimientos lingüísticos, Iemepé alcanzó a descifrar el parte que colgaba de los pies de la cama: había caído desmayado como consecuencia de una inspiración profunda; demasiado oxígeno penetró de golpe a sus pulmones... ¡Oooh! -o un alarido vocálico semejante- desprendieron las fauces del investigador al observarse la mano con que estaba sosteniendo el papel; ¡Estaba limpia!. Comenzó entonces a desnudar su cuerpo amórfico bajo las sábanas y comprobó que sus mugreces y resquechos basúricos habían literalmente desaparecido (pobres los peces del Océano Atlántico).
_Ahora entiendo; mucho hacía que mi suciedad no permitía a mi nariz absorber oxígeno puro.
Ya recuperado y acostumbrándose a los cuasinuevos aires (de bebé los había respirado, mas ese recuerdo hallábase demasiado escondido bajo la mugrosa axila dendrítica de alguna neurona dentro de su mente), comenzó a indagar en búsqueda de la secta Agrota-chu o langosta peluda.
El temor de los angoleses a ser castigados por los líderes de la maligna congregación dificultaba las cosas; a pesar de ello, el misterio causado por la máscara de plata que protege el rostro del detective argentino, inducía a hablar a algunas personas.
Entre cabernósicos árboles selvados de falsa intemperie, yacía oculta la perforación que permitía el ingreso al salón subterráneo donde se realizaban todos los rituales. Las pequeñas hojas resecas que colgaban cementéricas más acá del agujero lamían sedientas de sangre la espalda de Tsoreto en el momento en que éste se inyectaba sigilosamente al túnel. Cincuenta metros más adelante, el pasadizo se profundizaba ampliándose al cuádruple de su tamaño inicial. Un cartel luminoso indicaba “Bienvenido a la Langosta Peluda”. Portal de tiritas multicolores; hall de entrada con luz tenue... y el gran salón.
Paralelamente, ya en Posadas el carpintero, camilla en espalda y suero en brazo, partía en vuelo adicional de Aerolíneas hacia el continente africano acompañado por su hija y dos especialistas que acababan de descubrir el origen de su mal, y buscaban a Tsoreto para conseguir un antídoto a partir de la mayor cantidad de sustancia que suponían iban a encontrar adherida a su piel.
Aquí no está; allí tampoco, hasta que de porahi consiguieron la pista que los llevaría al sitio donde Iemepé permanecía investigando.
Dentro de la caverna, nuestro policía observaba escondido el desarrollo de un sacrificio humano. Entre varios negros grandotes asían violentamente los brazos y piernas de un verdulero con quien hubo hablado Tsoreto averiguando pistas. El hombre intentaba tenazmente defenderse lanzando -cuando lograba soltarse- bananas y zanahorias a los delincuentes, que sacaba de su delantal. Después de descalzarlo, colocaron con un pincel cianoacrilato en la planta de sus pies y lo hicieron pisar dos planchas ardientes a las que quedó infinitamente pegado, destrozándose de dolor. Le taparon la nariz y, mientras gritaba, introdujeron en sus fauces rojas quebrados trozos de gilettes y un puñado de sal. Callaron sus alaridos, silencio que fue aprovechado para perforar los ojos de la víctima con sendos compases oxidados, lo que provocó que un escalofrío se adueñara del temple de Tsoreto, haciéndolo recordar tiempos pasados e inmovilizándolo momentáneamente. La sangre manaba a borbotones por doquier. Los malvados clavaban flechas en el pecho del verdulero y las sacaban con fuerza desgarrándole los tejidos y destrozándole las astilladas costillas.
En ese instante llegaron corriendo los médicos con el carpintero encamillado al mismo lugar desde donde estaba espiando Tsoreto, pero la inercia del movimiento veloz con que se acercaban no les permitió detenerse por completo, y la camilla cayó al gran salón, chocando con unas rocas justo debajo del cuerpo sin vida del verdulero africano que en ese instante era soltado para que al precipitarse se reventara contra el piso. El cadáver bañado de tibios fluidos reventose sobre el cuerpo del carpintero; mas de aquel manaban puntiagudos picos óseos ahora perforando el torso del chaqueño, ya también cadáver.
Tsoreto, enfurecido, comenzó a disparar su magnum negra cubriendo de gargajos tenébricos el interior de la caverna, lo que inició un temblor tectónico cada vez mayor. Los dos médicos y el investigador como relámpagos transpusieron la salida de ese infierno y, segundos más tarde, el terreno se desplomó atrapando para siempre a las maléficas vidas que acababa de destruir. Nuboso llanto y manos al hombro, los tres argentinos sobrevivientes fueron en busca de la hija del carpintero y regresaron a casa.
La secta había llegado a su fin. El precio del triunfo fue esta vez muy alto. De todas formas, sacando fuerzas del deber y la verdad, ahora limpio, el Investigador de la Máscara de Plata, continuó haciendo justicia.
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Autor:
Gustavo Affranchino (
Online) - Publicado: 16 de noviembre de 2025 a las 08:49
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 3

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