EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...
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-Diga- atendió la suboficial telefonista.
Allí dentro de la comisaría día y noche había acción. No era tarde nunca para recibir un pedido de auxilio ni temprano para molestar al oficial a cargo. Los guardianes del orden federales de Buenos Aires hacían el trabajo tan bien como sus pares de todo el mundo.
Entre filas había alguna que otra oveja negra. Pero la mayoría pintaban lanas claras.
Para julio se preparaba un congreso de comisarios. De realizarse en la capital peruana –lo más seguro hasta ese momento-, habría dificultades con elementos de la guerrilla. De seguro tratarían de aprovechar el momento para asestar un buen golpe a la fuerza.
El encuentro estaba organizado por Interpol.
-Faltan tres meses nada más. Quiero al frente del operativo de seguridad al efectivo más capaz. No al mejor que puedan conseguir; al mejor que exista- sentenció el Comisario General de Interpol, Don Enrique Santo y Parquiso al tiempo que cerraba su laptop y dejaba la oficina.
Con todas las redes tendidas a lo largo y a lo ancho del globo, los de Interpol no tardaron en confirmar sus sospechas. Algunos los habían visto, otros habían leído sobre ellos, todos los más jóvenes estudiaban varios de sus casos resueltos durante su instrucción y no faltaban los que los conocían por leyendas pasadas de boca en boca.
No cabía duda. Los indicados eran dos y no se podía escoger entre ellos.
El Comisario General estuvo de acuerdo y enviaron sendas contrataciones a Buenos Aires y Copenhague.
De Dinamarca recibieron pronta respuesta. El Teniente Kurt Feldsen, nombrado en la jerga como “El Lobo” aceptó la propuesta y se alegró de poder encontrarse nuevamente con su amigo argentino.
Tsoreto contestó dos días después. Había quedado adherido a un asaltante luego de golpearlo con el codo para derribarlo durante una persecución. El detective amaba las pulseadas y de tanto en tanto embadurnaba sus codos con cola de carpintero, para evitar que resbalasen al forcejear. El día que llegó el pedido, Iemepé yacía bajo las sábanas del hospital de niños, en el departamento de separación de siameses.
Al fin ambos aceptaron y se encontraron en las tropicales playas de Perú. Feldsen saludó con fuerte apretón al Investigador y éste lo palmeó amistoso después de escurrirse pastosamente.
-Te ves igual que hace diez años- afirmó el Teniente.
-Siempre has tenido más miopía que mi abuela Teodorica- se deshalagó Tsoreto y los dos rieron con gruesas carcajadas.
Sabían que la guerrilla se escondía entre matorrales. Conocían la selva mejor que nadie y sería dificultoso sondearlos en aquellos terrenos. El sitio donde se llevaría adelante el congreso quedaba en Iquitos, poblado sumergido en la espesura verde. Kurt imaginó una deforestación controlada para aumentar el terreno libre de acción pero Iemepé rechazó la idea ecologísticamente hablando.
En su lugar, planearon internarse de incógnitos. Pasarían inadvertidos entre lagartijas y orangutanes; se mimetizarían de tal forma con el medio que cuando llegara el momento, estarían más preparados aún que la propia guerrilla para actuar en la selva.
Fueron pasando los días.
El Lobo era ya amigo de varios especímenes. A las tardes comía con una familia de chimpancés, correteaba con pumas y observaba la Luna junto al nido de los búhos.
Iemepé no tenía la misma suerte. La fauna de la zona había migrado a otros sitios y tan sólo gozaba de la compañía del zorrino, que oyendo la noticia migratoria había tomado junto con el humano posesión del territorio.
El investigador se alimentaba de frutos e insectos. El zorrino también. Charlaban por las tardes y durante el resto del tiempo pulían las técnicas de combate de Tsoreto.
Llegada la semana previa al congreso, Kurt recibió señales de humo de su par, avisándole de movimientos extraños. Un tucán mensajero enviado por el danés, perdió sus plumas frente al detective argentino cuando le entregaba la respuesta y esperaba que Tsoreto concluyera su carta para regresar con ella.
Iemepé poseía informes que apuntaban a un ataque aéreo. Empleando tres helicópteros militares, los guerrilleros bombardearían los cantos del palacio policial. Después bajarían efectivos inmolables armados con ametralladoras y granadas de mano, con intención de aumentar las bajas de la comitiva comisarial.
El Lobo no tenía información. Sí se había enterado de la vida y obra de muchos animales. Planeaba escribir un libro cuando regresara a Europa explicando cómo comunicarse entre especies. Pero nada hubo captado sobre los haceres y planes de la guerrilla.
Tsoreto logró convencer a su amigo zorrino para que fuera y viniera transportando mensajes como walkietalkie. Así empezaron a compartir más información y el danés supo dónde investigar.
Más tarde, trepado en el follaje de una alta palmera, observando silencioso una conversación entre aborígenes, Iemepé había tenido un lamentable accidente. La soltada veloz de un coco sobre su nuca lo había dejado sin conciencia. El policía acababa de despertar junto al fuego donde se cocían variadas hortalizas.
Oyendo los cantos alegres del cocinero, se enteró de que lo tomaban por hombre queso.
...Umba umba tremanosa
le ripondimú tucosa,
umba negra malasopia
rindomí jolopa ilchoza...
Entonaba el chef selvático. Tsoreto sabía que aquello significaba:
...Del cielo vino el gran queso
al dios del hambre le agradezco,
un queso que habla y tan podrido
no necesita aderezo...
Los versos seguían y seguían. Si Iemepé no se soltaba pronto, tal vez muriera hecho rebanadas. Peor aún, estaría descuidando la guarda de los comisarios.
El danés por su parte había ya averiguado más detalles. Aparentemente los guerrilleros tenían el señuelo de los helicópteros, pero la verdadera forma en que atacarían sería lanzando a distancia tres misiles teledirigidos, que adquirirían de un momento a otro contrabandeados desde el sur.
Kurt conocía por el zorrino la situación de su amigo, pero confiando en que podría liberarse fácilmente viajó hasta el claro donde se concretaría el traspaso de armamento para detenerlo.
Sobre la mesa, el detective argentino estaba atado como matahambre. Aguardó a tener un cuchillo filoso cerca y sopló uno de sus pedos aniquilantes.
Al instante todos los indígenas cayeron inconscientes y Tsoreto pudo zafar sus ataduras. Probó la sopa minestrón aún caliente y volvió a la acción.
Mientras tanto Feldsen era capturado por los hábiles peruanos y torturado para obtener información.
Iemepé llegó justo cuando le habían desmembrado la nariz usando una caña filosa y le estaban metiendo cantos rodados calientes bajo la piel de la frente y las mejillas. Si no hablaba le ponían más piedras y más piedras. Los epitelios se le desprendían como preservativo danés.
Escupiendo tijeras, palancas y otra multitud de tomas de sus dobleces, el argentino hizo huir a los captores y liberó a su colega. Tenía la cara destrozada, así que se la desinfectó con jugo de hongo bactericida. Luego consiguió una fuente de cobre que habían dejado los peruanos durante su huida y la forjó sobre las llamas dándole el perfil necesario.
-Te vez muy feo así- sonrió Tsoreto cuando el europeo se había recuperado. –Fabriqué un implemento que te será muy útil- y diciendo esto le mostró la máscara que escondía tras su propia espalda.
-¡Estupendo!- se alegró Kurt, resignado ya a no poder mostrar su rostro en sociedad sin cubrirlo. –Ya no me dirán El Lobo. Amigo; desde hoy tienes un primo en el viejo continente. Me conocerán como... “El Investigador de la Máscara de Cobre”.
-Iemecé también será apropiado- pensó Tsoreto encariñado con la semejanza de su compañero.
-Pero yo no dejaré de bañarme por tener la máscara- expuso serio el Teniente y ambos empezaron a reír danzando en medio de la selva.
Al terminar se separaron nuevamente y volvieron a sus tareas.
La guerrilla no tenía los supuestos misiles ya que aquello había sido una coartada para atrapar al policía. Tampoco tratarían de atacar con helicópteros. ¿Cómo lo harían entonces?
Charlando con dos monos Kurt entendió que existían túneles subterráneos. Envió los datos al argentino con el zorrino pero el animal nunca llegó. La avanzada de la guerrilla trataba de pescar al animal que creían agente de Interpol y lo lograron aquella tarde.
Pese a ello, Tsoreto había descubierto por propia cuenta la entrada a una de las profundas cuevas.
Eran como de dos metros. Dentro había luz escasa que conseguían con unos respiraderos calados en el techo. La red bajo tierra conducía cada tanto a bifurcaciones y mostraba salidas entre frondosas plantas, aunque no muy a menudo.
Desde un ensanchamiento, el detective fue capaz de oír lo que conversaban unos jefes guerrilleros. El plan no era usar los túneles, la matanza iba a ser mucho más fácil. Tampoco necesitarían armas extra, ni misiles, ni vehículos aéreos.
Tsoreto se acercó más para espiarlos desde la hendija de un recodo. Conocía a los tres que estaban allí sentados. De espaldas y en sombras aparecía un buscado revolucionario de Perú. A su derecha, sin una pierna, gritaba fervoroso el responsable de uno de los carteles colombianos productores y distribuidores de droga. El último era...
Tsoreto debió escapar, porque su aroma lo acababa de delatar. Pronto llegó a las afueras; tenía perfectamente memorizado el laberinto.
Ese mismo día se iniciaba la conferencia y quienes tramaban el policidio aún no habían sido detenidos. Iemepé necesitaba contar con el Investigador de la Máscara de Cobre para concluir la misión. Entre ambos tendrían mayores probabilidades de convencer a todos.
-Kurt- empezó a narrarle en forma pausada cuando lo encontró, mientras recuperaba la poderosa respiración. –Quien planea todo esto es el mismo Comisario General de Interpol.
-¡No puede ser! ¡Qué extraño!- se lamentó el danés.
-Lo observé con claridad mientras discutía detalles con dos jefes mafiosos. ¡Quién hubiese dicho!
-¡Con razón nos seguían tan fácilmente el paso!- fue entendiendo el Teniente. –Nunca me había pasado algo así.
Decidieron presentarse de inmediato donde se alojaban los comisarios de todo el mundo y alertarlos para que dejaran Iquitos. Cuando llegaron al hotel, el lugar ya estaba desierto. Hablaron con el conserje, quien le aseguraba que nunca había llegado el contingente de tres mil personas que esperaba. El hombre estaba fastidiado porque lo habían hecho entrar en semejantes gastos para nada. Enfadado contra la policía, poco más trataba de golpear a ambos detectives, aunque no tuvieran que ver con el engaño.
Volvieron al claro de la selva donde Tsoreto había levantado su refugio y descubrieron un mensaje en clave. El código aquél era nuevo y sólo conocido por la fuerza, así que tenía que ser de Santo y Parquiso.
Estaba en birome azul. Decía:
Mientras ustedes se entretienen con los monos y otras alimañas del paisaje, quien los contrató tuvo que reunirse como doble agente con los grupos armados de la zona y averiguó cómo tratarían de matar a los comisarios.
La reunión fue trasladada a Buenos Aires sin dar aviso a la gente de Iquitos y el congreso se está realizando sin inconvenientes.
Los espero a las dos p.m. en punto en este mismo claro para ir hacia Lima en helicóptero. Desde allí cada uno podrá retornar a sus labores locales.
Saludos,
Enrique Santo y Parquiso
COMISARIO GENERAL
Interpol
Sintiéndose abofeteados por el destino, los enmascarados levantaron campamento para estar listos a tiempo.
Tsoreto desconfiaba: -Este Parquiso... sus intenciones huelen extrañas.
-Yo pienso lo mismo- le aclaró su amigo eslavo.
Si intentaba algo malo, de seguro supondría que los prestigiosos investigadores iban a sospecharlo. Así que no debían actuar en consecuencia.
Podrían hacer de cuenta que nada sospechaban y estar preparados para actuar cuando fuera necesario, aunque esa era la actitud lógica devenida de un accionar inteligente movido por la desconfianza.
Tsoreto propuso emplear el pensamiento lateral. Era conocido que él lo usaba, pero no podían adivinar lo que su magnífico cerebro idearía, así que ese recurso siempre servía.
-Estamos en Iquitos- principió su razonamiento; -normalmente querríamos salir de la selva para llegar a una ciudad donde las cosas puedan controlarse mejor. No salir de Iquitos es el opuesto a ello, pero no es algo paralelo.
-Por otra parte- continuó, -desconfiamos del Comisario. Confiar es lo opuesto y hacer que confiamos resulta contrario a hacer que no confiamos, así que esa ruta tampoco sirve.
-¿Cómo podemos llegar a una situación de mejor control sin quedarnos ni irnos, sin confiar ni desconfiar?- preguntó Iemepé al aire mientras estiraba su colgajo epidérmico y se rascaba debajo.
-¿Por qué podría querernos muertos el Comisario?- agregó Iemecé.
-Si alguien está contra nosotros, muy seguramente estará fuera de la ley; más si es un miembro de la propia fuerza- proseguía el danés añadiendo elementos de juicio.
-Borrémoslo todo- creyó acertar Tsoreto. –Hagamos como que no tuviéramos mensaje, no fuéramos policías y nada de esto hubiera ocurrido...
-Ju, ju, ju- empezó a reírse Kurt frente a la idea que se le cruzaba. –¿Nos aceptarán los indios de por acá?
-Eso es. Abandonemos la policía y seamos aborígenes- sentenció Iemepé. –El tiempo no importa; suele ser un factor que agrega mucha presión así que debemos desestimarlo. Ya que en nuestra teoría nada ha ocurrido, los comisarios del mundo no están reunidos y no corren ningún peligro.
Así hicieron y tras pruebas de valor y otros ritos, ambos oficiales fueron aceptados en la tribu amazónica de por allí.
El pedo aniquilante de Tsoreto había hecho perder la memoria a la mayoría y ya no lo reconocían como el hombre queso.
La selva acogía menos prejuicios que las urbes y se aceptaban deformidades y defectos. El Investigador de la Máscara de Cobre se casó con una de las hijas del Cacique y el de la de Plata estaba de novio con otra de ellas.
Nutridos por los saberes de antaño que transmitían sus hermanos indios, los dos blancos se entretenían como nunca en aquella jungla. Por cierto era erróneo llamar “blanco” a Iemepé, pero bueno...
Una mañana cualquiera, la neurona que el argentino había autoprogramádose para marcar el cambio empezó a dolerle. Tomó entonces su almohada de plumas, la regaló como recuerdo a su temporaria novia india diciéndole que nunca más la vería y emprendió veloz trote hacia Lima. Iemecé esperaba ya el primer hijo y había decidido continuar con aquel plan fruto del pensamiento lateral, así que no lo acompañó.
En unas semanas el investigador arribó a la Capital peruana. De allí viajó a Buenos Aires en un jet militar que el ejército puso a su disposición.
En tierra fue recibido con gran algarabía.
-Te habíamos dado por muerto luego de oír al Jefe de Interpol- lo abrazó Pérez ajustándose la máscara antigás.
“BIENVENIDO” rezaba un letrero frente a la comisaría.
Tsoreto relató los sucesos a sus compañeros y a su Comisario.
-¡Con razón!- asentía éste y pasaba a resumir lo sucedido en el mundo durante ese año. “Una facción de Interpol había tratado de llevar a cabo una especie de maniobra neonazi en África. Decidido a exterminar la población de ese continente para emplearlo como pulmón inhabitado del planeta, el maniático Don Enrique Santo y Parquiso movilizó parte de sus fuerzas especiales para sembrar unas plantas genéticamente mutadas en todas partes de África. Estos vegetales resultaban ser un arma letal porque en la floración liberaban kilos y kilos de gas neurotóxico, afectando a cualquier especie animal superior. “El paraíso vegetal” se llamaba la operación secreta.
Parquiso intentó eliminar a Kurt porque su extraño tipo sanguíneo –único en el globo- lo hacía inmune al gas. Y a ti por tus conocimientos genéticos y químicos. Él te tenía catalogado como su mayor enemigo potencial y estimaba que eras quien más posibilidades tenía de detener su intento.
En diferentes lugares de la Tierra fue eliminando durante este año a bastantes personas, que también eran riesgosos para el proyecto. Pero todo acabó cuando una tormenta tropical invadió la ciudad, hace dos meses. La lluvia hacía morir la plantas y notamos tu sello múgrico en el fluido. De algún lugar los vientos habían recogido algunas de tus suciedades y las arrastraron hasta aquí.
Por milagro, cometimos un error al rastrear el origen del viento que había traído la tormenta y viajamos al África para buscarte. No sabíamos si estarías vivo, pero valía la pena el esfuerzo.
Te puedes imaginar lo que ocurrió poco después que llegamos. Tus compañeros empezaron a detectar irregularidades, todas con el sello de Interpol. Desenroscamos más y más y salió a la luz el desquiciado proyecto.
Tu amiga Silvina capturó a Don Parquiso con las manos en la masa, lo obligó a dar las posiciones de las quince mil plantas que habían llegado a distribuir hasta la fecha y lo envió con moño al tribunal internacional.”
Tsoreto vio a la Sargento y le guiñó el único ojo.
-Ya está preso- continuó el Comisario –con la pena de quinientos treinta años por delante.
-¡Uh! Tendrá para entretenerse- se mofó Iempé.
-Bueno, basta de charlas. Tómate una semana de descanso y regresas el lunes próximo como nuevo para hacer de las tuyas. Te extrañamos- concluyó el Comisario y le estrechó la mohosa mano.
Tsoreto salió de la comisaría oyendo los aplausos de sus compañeros. Una vez en casa pensó en el Investigador de la Máscara de Cobre. Sudó un suspiro y siguió adelante. Había mucho que ordenar. Los insectos varios se habían apoderado de todo y le sirvieron de guiso una vez capturados.
Para festejar el extraño caso ya resuelto, hizo sonar un cicus con las flatulencias contenidas y tocó con él la marcha del estudiante.
“Tuu, tu tu tu tu tu, tu tu...”. Feliz, entretenido con el instrumento coya musiqueado al son de sus vapores, el Investigador de la Máscara de Plata, continuó haciendo justicia.
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Autor:
Gustavo Affranchino (
Online) - Publicado: 12 de noviembre de 2025 a las 07:32
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 2

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