Aquí el 10mo cuento de la saga.
Están escritos hasta el veinticinco,
así que tendremos dos semanas más de cuentos
y luego con suerte... volverá la poesía
EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...
Un partido de fútbol
Los deportes habían sido un fuerte de Tsoreto desde niño. Compitiendo y sólo jugando por jugar, por divertirse, había alcanzado muchos primeros puestos. Las repisas de su departamento estaban repletas de viejos trofeos y medallas.
Pero la mayor destreza del investigador era el fútbol. ¡Qué bien jugaba! ¡Cómo dirigía sus remates! ¡Qué fiera y escurridiza gambeta poseía!
Las gradas visitantes ese día estaban cubiertas por nalgas de familiares y amigos del cuerpo de policía; los nada amistosos parientes del equipo del penal sonaban sus bombos en los tablones destinados a la parcialidad local.
Prisiones como esas existían sólo tres en América del Sur. Estaban destinadas a los criminales de máxima peligrosidad, aquellos que de seguro nunca podrían ser liberados; los denominados “sin cura”. Hasta se hubo descartado hacía poco un proyecto de ley para darles la opción de ser ejecutados, en vez de ocupar un lugar inútil tras las rejas.
Tsoreto abominaba la pena de muerte como recurso. Defendiendo la probabilidad del margen de error lógico en los juicios, había llegado a demostrarle a un legislador que impulsaba la idea, que un pariente directo suyo –del mismo senador-, trescientos años atrás había estado a punto de ser decapitado por un crimen del que era inocente. Involucrado por tratar de detener al verdadero malviviente, casi terminaba sus días como víctima injusta.
“Usted no hubiese nacido” habíale referido Iemepé intentando hacerlo entrar en razón.
Así pues, entre las técnicas de rehabilitación social aplicadas, se contaban los torneos deportivos contra cuadrillas integradas por los propios policías captores de los apresados. Los primeros encuentros eran violentos. La sangre abundaba entre puntapiés y taponazos. Pero más tarde, la rivalidad iba canalizándose hacia la competencia asida a las reglas.
Este encauce hacia comportamientos acotados dentro de límites preestablecidos, se extendía paulatinamente sobre la totalidad de conductas y esto iba reflejándose también en los otros convictos.
El sistema ideado por el Investigador de la Máscara de Plata, funcionaba.
...
Esa mañana debían jugar sin suplentes; era difícil encontrar policías que quisieran corretear en la cárcel de máxima seguridad. En el conjunto presidiario, titulado “Mis Bolas”, la defensa estaba conformada por los miembros de una banda asesina de bebés ajusticiada por Iemepé. Sus reclusos también se contaban en el medio campo (dos) y la delantera (uno más). En total, seis miembros de Mis Bolas habían sido capturados por el investigador.
Una de las pautas que regían el sistema, obligaba a los oficiales captores a participar. El resto se completaba con efectivos de la selección policial.
-Prriiii- brilló el silbato desatando el encuentro.
Los botines del referí estaban recubiertos de pequeñas puntas. Como ese, otros tantos implementos ingeniosos asistían la dura tarea del árbitro. A veces debía no sólo expulsar a un jugador...
En los pies de Tsoreto rodaba el balón como planeta. Sus pasos eran perfectos y provocaba la ira irresistible de cada convicto que esquivaba. Hasta entonces, nadie lo sabía, pero el detective había dado en su laboratorio los primeros trancos hacia la era del... futuro, podríamos decir.
Así, empleando los resultados de sus primitivos pero correctos cálculos, gambeteaba Iemepé.
Cuando adolescente, allá por mil nueve ochenta y seis, la defecada matutina lo había hecho darse cuenta de una obvia realidad. Contando hacia adelante y hacia atrás el número cinco, en forma ascendente del uno al cinco y descendente del cinco al uno, se percató de que dicho número, entraba cinco veces en sí mismo.
Después lo probó con el cuatro, con el ocho e indujo que siempre pasaría eso. Cada número, cualquiera fuera éste, cabía dentro de sí mismo sus mismas veces. El cuatro, cuatro veces; el siete, siete veces.
Anotó que para los impares finalizaba la cuenta en uno y para los pares en el número. Con esos pocos datos, armó un resumen en un anotador dispuesto junto al inodoro. Nombró lo descubierto como “teoría de la encadenación”, porque sentía que lo que estaba haciendo era encadenar a cada número consigo mismo.
Más tarde lo presentó en la escuela. A su profesora de primer año le resultó obvio y agredió el amor propio del investigador con la frase “para qué sirve eso”. Aparentemente, la docente esperaba de esa forma hacerlo ir más allá y conseguir quizá que sacara buen fruto de todo aquello.
Tsoreto lo hizo. Para comenzar halló formulismos para la suma de cada fila y columna de un número encadenado. Uno de sus resultados importante había sido:
“La suma de los números de uno a equis, es igual a equis al cuadrado más equis, sobre dos.”
Sólo diminutas crestas de un iceberg monumental empezaban a verse. El investigador no imaginaba adónde lo llevaba todo eso; mas guardaba la sospecha de estar ante algo importante.
Diez años después, probó encadenar unos números con otros. A veces no se llegaba a ningún fin; otras obtenía algún valor concreto. Cuando la encadenación no terminaba nunca, Iemepé concluía que el resultado era: infinito.
Y tenía razón. Con la matemática empleada hasta entonces, daba infinito.
El nudo parecía duro de desatar. Pero bastó con unos tirones de donde el mismo soguín no tenía previsto. Como le apasionaba desde niño, Tsoreto usó el pensamiento lateral.
Al verse frente a frente con problemas aparentemente irresolubles, tanto en la vida de todos los días como en lo que fuese, Iemepé recurría a argumentos similares. Intentaba ver desde otro ángulo el asunto; oírlo si no lo veía; hasta había probado olvidar un enigma para resolverlo teniéndolo más lejos.
Con ese pensamiento lateral, fue sacando conclusiones contundentes que siempre habían estado a la vista de cualquier matemático, pero nunca –al menos en forma efectiva- habían sido tomadas como un error, sino más bien como una rareza del universo algebraico o geométrico.
Tsoreto se dio cuenta que realmente el número “pi”, el número “e” de Nepper y otras tantas extrañezas abstractas no debían ser tales.
Modificó los axiomas fundamentales para conseguir alinearlos a valores más simples y fue notando como cada pieza iba acomodándose. Y lo mejor de todo era que las porciones matemáticas que antes se veían ordenadas, cambiaban de aspecto pero seguían así. En orden, sin dispararse a valores con infinitos decimales no periódicos o cosas por el estilo.
Iemepé fue construyendo una nueva matemática. En sus postulados se basarían más tarde otros científicos para destrabar las intricadas ecuaciones de la física relativista y cuántica, la química y así cada tipo de conocimiento.
De esa forma, Tsoreto lograba manejar la pelota como si entendiera más que nadie sus características y estuviera en comunión perfecta con la Creación.
Cinco a cero anotaban los tableros cuando finalizó la primera etapa. Tres policías estaban heridos y los tres agresores respectivos habían sido expulsados. Uno de ellos, resistiéndose a aceptar su tarjeta había intentado amotinarse y fue muerto por el juez, empleando las agujetas disparables de su reloj pulsera.
En los vestuarios el capitán –que era a su vez Comisario en una seccional vecina a la de Iemepé- estructuró tácticas para jugar ocho contra ocho y seguir venciendo a los delincuentes. El equipo de policías se autonombraba “Perforadora”. Usaban remera azul con cuello blanco y pantalón celeste.
Al investigador la ropa le quedaba algo torcida por las deformidades que lo abarrotaban, mas nadie se atrevía a reír cuando lo miraban. Algunos por respeto y otros por miedo.
Cuando volvieron al césped, el referí había sido mutilado por la hinchada local y en el lugar donde antes emergía su brazo izquierdo, ahora tenía gasas y vendas teñidas de sangre. Igual salió a dirigir el segundo tiempo. Perforadora no había realizado cambios porque no tenía suplentes. Mis Bolas tampoco porque no se los permitía el reglamento. El único que llevó a cabo una modificación fue el juez: se puso el reloj en la muñeca derecha.
Los pelotazos, insultos, trompadas y festejos continuaron. Pronto finalizó el encuentro con abultado marcador en favor de Perforadora: quince a dos. Catorce goles de Tsoreto y uno en contra para los policías.
Como siempre “no” lo levantaron en andas por su aroma y nuestro amigo se retiró sin pasar por las regaderas.
Los partidos que siguieron meses después, fueron mostrando una mejoría de varios individuos.
El salvaje calvo orejudo que mordisqueaba las piernitas mullidas de los bebes que asesinaban, parecía una niñita enternecida arrullando a su osito de peluche.
También habían mejorado los hermanos truecaesferas, así llamados porque extirpaban a sus víctimas masculinas los testículos y los ojos, intercambiándoles su posición, de manera que los pobres atacados terminaban tratando de ver con sus glándulas sexuales sujetas en las cavidades oculares y de fabricar espermatozoides con las retinas.
Estos maniáticos, jugaban ordenados al balompié; de vez en cuando eran amonestados y rara vez se les oía un insulto. Parecían estiércol liviano de mariposa removiendo las gotas de rocío al caer sobre una hoja tierna.
El peor de todos ellos, también encerrado por Tsoreto, era premiado cada tanto por buen comportamiento en el penal y había solicitado le enviasen libros para poder estudiar. Decenios más tarde se recibió de médico. Nunca llegó salir de tras las rejas, pero la mejora de su vida allí había valido la pena.
Amante de la humanidad y respetuoso, recordando esa frase que dice “lo cortés no quita lo valiente” y reclutando de las calles nuevos convictos para jugar a la pelota, el Investigador de la Máscara de Plata continuó haciendo justicia.
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Autor:
Gustavo Affranchino (
Online) - Publicado: 10 de noviembre de 2025 a las 00:07
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 2

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