La noche se posa lenta sobre los tejados,
como una mano tibia que apaga los recuerdos.
Las calles duermen, y sólo queda el viento,
ese viejo confidente que nunca pregunta nada.
En la ventana, una luz titila cansada,
quizá un alma que no quiso dormir.
El reloj marca horas que no pesan,
porque el tiempo, en soledad, no avanza: se hunde.
En el pecho, una voz apenas viva
se repite como un mantra invisible:
“No estás solo si puedes sentirte.”
Y el eco responde, suave: “Pero duele.”
Las palabras callan y el silencio crece,
se expande, respira, ocupa el aire.
En su centro hay algo puro, transparente,
una semilla de calma, o tal vez de rendición.
Recordar también es un modo de compañía:
rostros, risas, promesas sin destino,
vuelven y se sientan junto al alma
como sombras que aún saben tu nombre.
Entonces entiendes:
que la soledad no es ausencia, sino espejo;
que su filo, aunque hiere, también pule;
que en su fondo se oye la verdad más clara:
la vida también se escucha cuando nadie responde.
Y así, entre la penumbra y la memoria,
aprendes a caminar sin ruido,
a sostener tu propia voz,
y a amar, por fin, la calma que queda
cuando todo lo demás se ha ido.
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Autor:
Daniii (Seudónimo) (
Offline) - Publicado: 9 de noviembre de 2025 a las 09:06
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 31
- Usuarios favoritos de este poema: William Contraponto, JoseAn100, JUSTO ALDÚ, Hernán J. Moreyra, Mauro Enrique Lopez Z., Nelaery, Janna Desiree

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