Tsoreto 6 - Sueño profundo

Gustavo Affranchino

EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...

Sueño profundo

 

De a poco,
como escurriéndose...
lamida por el aire,
chupada por sobre y por debajo,
mordida entre medio
y seca de lado


La flema aquella sobrepasaba por mucho lo normal.  En volumen, masa y viscosidad triunfaba por dos cuerpos, más la cantidad de cuerpos equivalentes a una vuelta completa del hipódromo... miles de cuerpos.

Regalole su pañuelo el Comisario.  De tan humedecidas por la mucosidad no surtían efecto ya las prendas de Tsoreto.  El detective resfriado se había sonado en la camisa, la campera, los pantalones, las medias y hasta en su muñequera marrón.

-¡Achújj!  ¡Pftsu!- estornudó y escupió con denodada puntería.

En el departamento de policía pendía un tablero de tiro al blanco cerca del escritorio de Iemepé.  Los círculos concéntricos exteriores permanecían inhabitados.  Desde el medio, justo donde se indicaba la puntuación mayor, chorreaban multitud de esputos.  El uso preciso de la armas se reflejaba en nuestro amigo también en el arte de la expectoración.

-Tome un antibiótico o algo, porque lo necesito hoy mismo en Tucumán- comenzó el Comisario luego de que Tsoreto armara una especie de bolsa de linyera con el pañuelo lleno de moco y lo revoleara estrellándolo contra la panza amplia de Gurst.

-Gurst fue elegido en suerte por mi lanzamiento- reía Tsoreto algo fuera de sí.  -Él podría ocuparse del caso.

-Claro que no.  Usted sabe que el principal está ocupado con las tareas del penal.  No me reproche lo que le ordeno- se enfadó el Comisario.

-¡Achújj!  ¡Pftsu!- explotó nuevamente.  –Lo lamento.  La medicación casera no me deja concentrar; le haré caso: tomaré uno de estos antibióticos que me recetaron y me autoinyectaré la infusión mágica de la abuela Teodorica para poder cumplir esta misión.

-Por cierto: ¿Qué el lo que sucede en Tucumán?- continuó Iemepé.

-No sabemos bien si un maniático, una banda organizada o tal vez otro factor está atestando de pánico la ciudad de San Miguel.

-¿Y qué es lo que hacen?

-De alguna forma, cada mañana aparecen diez o veinte niños por las calles que parecen estar muertos- explicaba el Comisario.  –Los forenses determinaron que se trataba de un estado pseudocataléptico.

-Catalepsia... qué enfermedad terrible- memoraba Tsoreto.  Mi padre...

-Ya lo sé- lo interrumpió el Comisario.  –Recuerde que era mi jefe.

El papá de Tsoreto, Comisario Inspector Pitsacho, a la edad de sesenta y tres años había sido enterrado vivo.  Padecía el mal mencionado y sin saberlo, su familia y el mismo médico lo habían dado por muerto.

Recuperado de la catalepsia, el policía había vuelto en sí dentro del cajón.  Allí sobrevivió dos semanas alimentándose de lombrices, agua de lluvia que chorreaba y respirando aire a través de unos orificios que había logrado perforar con uno de sus huesos largos, que hubo decidido sacrificar en pos del oxígeno.

Pasado ese lapso, el mismo criminal que años después mutilara el rostro de Tsoreto, enterado del entierro y descubriendo los signos de vida, había dejado caer ácido sulfúrico concentrado por los canales respiratorios que conducían aire hasta el féretro.

Pitsacho fue desenterrado cuando personal del cementerio observó vapores blancos manando de su lecho.  Huesos ennegrecidos, músculos con pocas horas desde el deceso y otra cantidad de detalles, permitieron a los peritos policiales aclarar lo acontecido allí, varios pies bajo tierra.

-Yo he investigado bastante sobre la catalepsia y formas de inducirla desde aquel momento.  Hace bien en enviarme a Tucumán.  ¿Quiere que le traiga algo?- ofreció al Comisario.

-Mmm... puede ser unos alfajores, pero envíamelos como encomienda por favor; tú sabes lo que les ocurriría si los trajeras contigo.  Mis niños prefieren los sabores nítidos a chocolate y dulce de leche.

-No se preocupe.- Dicho esto, el detective se inyectó el fluido de una ampolla casera que guardaba en los cajones.  Era el remedio mágico de la abuela.

Olvidando el antibiótico, trepó con el ascensor hasta la azotea y despegó el helicóptero oficial volando hacia los norteños lares.

Al aterrizar, la prensa lo esperaba junto con oficiales locales.  Tsoreto esgrimió tres palabras -al menos eso transcribieron posteriormente los periódicos.  El “please” final sucediendo al “Dejen pasar” no había sido realmente tal.  Iemepé sólo articuló “dejen” y “pasar”, el resto lo había “no dicho” o más bien lo había dicho pero no con la boca.

En aquella provincia estaba la casa donde habíase firmado la independencia argentina.  Sus columnas retorcidas a la manera de chupetín en barras deleitaban a Iemepé.  Podía pasar semanas observándolas.

Cuando niño, habíanle permitido acampar frente a la casa.  De mañana, tarde y noche las veía.  Como quienes se admiran con la Monalisa de Da Vinci, los rulos de cemento enloquecían a Tsoreto.

Y allí había conocido, por esas casualidades no tan casuales de la vida, a la chica que... su nombre comenzaba con “C”, mas hablaremos de ella en postreros relatos.

Volviendo al caso que lo ocupaba ahora, ni los oficiales tucumanos ni sus colegas federales apostados allí tenían pistas.  Los cuerpos pseudocatalépticos aparecían distribuidos por todo San Miguel.  No denotaba ningún patrón de distribución particular.

Hasta entonces, las víctimas contaban doscientas cuarenta y nueve.  Era miércoles y el primer caso identificado se remontaba al miércoles de la semana anterior.

-Encriptado, pero no imposible- concluyó Iemepé después de revisar los detalles.

Esta era la lista de casos que habían puesto en sus manos:

 

            Miércoles 1-Ago ...... 1 niño
            Jueves 2-Ago ......... 2 niños
            Viernes 3-Ago ........ 3 niños
            Sábado 4-Ago ......... 7 niños
            Domingo 5-Ago ........ 15 niños
            Lunes 6-Ago .......... 31 niños
            Martes 7-Ago ......... 63 niños
            Miércoles 8-Ago ...... 127 niños


También amontonaron delante suyo fotografías de cada muchacho y un planito con las ubicaciones donde habían aparecido.  No vale la pena agregar aquí el dibujo porque de poco servía –por no decir de nada.  Como usaban rojo para cada marca, el mapa resultaba un “San Miguel de Tucumán pecoso”, según literales palabras del Investigador de la Máscara de Plata.

Eso lo hizo remembrar a aquella jovencita cuyo nombre principiaba con “C”.  Además de preciosa, era pecosa.

Desconfiando de las coincidencias en sus interconexiones inconscientes, Tsoreto visitó el sitio donde húbola encontrado añares atrás.  De seguro nada tenía que ver ella con cosas tan horrendas como las que estaban ocurriendo, pero era virtud del investigador prestar atención hasta a los detalles azarosos, como aquella imagen que sin motivo más que las pecas, habíale visitado el maloliente cerebro.

En el lugar encontró una casa de computación.  La persianas bajas por la siesta permitían disfrutar de equipos modernos y ultraveloces, así como también de antiquísimas Commodore, PC’s y grabadoras de casetes para programas.  Mixtura entre negocio y museo, uno de los librillos apilados ahí en la vidriera fue clave para continuar el desencriptado naciente.

“Cómo funcionan las computadoras” se titulaba.

Tsoreto volvió a mirar el conteo de víctimas que llevaba anotado y lo vio muy similar a una sucesión numérica que él conocía... ¿Cuál era?...

-Sí.  Eso es- se dijo orinándose los pantalones como otras tantas veces que no alcanzaba a llegar al mingitorio.

Las computadoras empleaban el código binario (con unos y ceros) para trabajar.  Cada uno representaba presencia de voltaje en una vía del circuito y cada cero significaba ausencia.

Pero eso no era la cuestión.  El código binario, así llamado por ser en base dos (en vez de base diez como el sistema decimal común), daba a cada uno o cero un valor relativo a su posición.  Así el primer número de la derecha sumaba 20 (dos a la cero, “uno” en otras palabras).  El segundo 21 (o sea dos).  El tercero 22 (cuatro).  Y así seguía con 23, 24, 25, etc.

Iemepé tomó su libreta con birome atada y anotó dicha sucesión.  Al lado retipeó las cantidades de cuerpos:


20 --- 1 --- 1
21 --- 2 --- 2
22 --- 4 --- 3
23 --- 8 --- 7
24 --- 16 -- 15
25 --- 32 -- 31
26 --- 64 -- 63
27 --- 128 - 127
28 --- 256 - Este dato aún faltaba, pero si las cosas seguían así, el detective estimaba que el jueves hallarían a la mañana doscientos cincuenta y cinco cuerpos esparcidos por la ciudad.

¿Por qué la diferencia? y ¿qué significaba esa relación con la computación?

No lo sabía, pero Iemepé apostaba que los números no coincidían con exactitud porque desde el tercer día, siempre habían detectado un niño menos de los realmente atacados.

La catalepsia se confundía fácilmente con la muerte, así que mandó averiguar sobre decesos de niños, que hubiesen aparecido durante el período en cuestión por otras zonas de Tucumán y provincias aledañas.

El resultado indicó lo que esperaba el investigador.  Uniendo los puntos se formaba una figura.

Esa figura era nada menos que una flecha.  Teniendo en cuenta el primer y segundo sucesos, la flecha apuntaba exactamente hacia la casa de Tucumán.

Se ordenó enviar al hospital a los otros niños ahora identificados.  Todos estaban también en el mismo estado pseudocataléptico, con incapacidad total de movilizar cualquier músculo voluntario del organismo y las funciones vegetativas enlentecidas.

Para no levantar sospechas, se armaron operativos en puntos definidos de San Miguel y Tsoreto, con la sola compañía de un oficial tucumano enmascarado (con máscara antigás), visitaron la residencia histórica.

Inspeccionando, descubrieron entre los cilindros retorcidos de la columnas de entrada, que tanto admiraba nuestro amigo, una extraña sudoración resinosa.

-¡Qué lindas columnas!  ¿No cree?- expresole el policía tucumano.

-¿A usted también le atraen?...- pensó Tsoreto en voz alta y sin esperar respuesta frenó a varias personas que pasaban.  De a una las fue interrogando sobre qué impresión tenían de los espiralados postes.

Al cien por ciento le encantaban.  Cuanto más jóvenes eran los entrevistados, mayor era la pasión expresada.

Sin tocar directamente la sustancia, retiraron muestras y clausuraron el edificio y las zonas linderas.

Al amanecer del jueves ciento veinte jovencitos aparecieron caídos en todas partes.  El viernes ya no hubo víctimas ni tampoco en los días sucesivos.  Pero los ahora trescientos setenta y cinco niños afectados colmaban las salas de terapia intensiva provinciales.

Recibido el informe de laboratorio, se aclaró parte del misterio.  La resina color ocre contenía una mezcla de endorfinas especialmente llamativas para los menores y sustancias bloqueantes de algunos neurotransmisores fundamentales.  Estos fármacos alcaloideos penetraban al flujo sanguíneo por simple contacto.

En seguida estuvo preparado el antídoto y la totalidad de infectados se recuperó.  La policía encargó limpiar las columnas con mucho cuidado y no se registraron más casos.

Los aplausos y felicitaciones de funcionarios victorearon inmensamente a Iemepé.  Pese a ello, quedaba mucho por desenmarañar.  Cómo podía ser que existiese esa relación con las computadoras y el código binario...  Cómo es que el primer día sólo a un niño se le había ocurrido tocar las columnas, el segundo a dos, el tercero a cuatro y así siguiendo...  Cómo podía ser que todos ellos hubiesen aparecido catalépticos a la madrugada siguiente, pese a haber tocado las columnas en momentos diferentes del día, y además estuvieran dispersos por toda la ciudad, “afuera” de sus casas y no la mayoría dentro de ellas y sólo algunos fuera...  Cómo se explicaba lo de la flecha... Habría más de aquella resina en otros sitios...  Cuánto llevaba de planeado ese crimen; por lo menos desde que Tsoreto era niño algo ocurría...  Quién era él responsable...

...

Iemepé retornó a Buenos Aires.  El caso se archivó entre los no resueltos.  No había sido fatal el desenlace de los descubrimientos y las medidas seleccionadas por el astuto ingenio del detective lograron salvar a tiempo las vidas de aquellos jovencitos.  Los médicos aseguraron luego que sólo hubieran podido durar en ese estado –no conocido hasta entonces- por diez o quince días, como máximo.

Guardaba Tsoreto junto con su tremenda bronca, preocupaciones e incógnitas.  Temía que lo destapado fuera sólo la punta visible de un iceberg.  No lo sabía y rogaba a Dios que así no fuese.

Los niños estaban vivos y las bellas –mas ahora no tan desesperadamente atractivas columnas- se hallaban limpias.  Apenado, notándose frente a frente con misterios insatisfechos, siguiendo adelante como siempre, el Investigador de la Máscara de Plata continuó haciendo justicia.

  • Autor: Gustavo Affranchino (Offline Offline)
  • Publicado: 6 de noviembre de 2025 a las 06:53
  • Categoría: Cuento
  • Lecturas: 1
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