Ésta es la 2da entrega
de la saga de 25 cuentos
EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...
Mermelada de sol
Era de noche en París. Desde uno de los bordes de la torre espiaba la Luna. Estaba llena y abundaba su luz por todas partes. Cuando dieron las doce Tsoreto andaba por allí entremezclado con la gente. Tenía calzado su impermeable azul y un sombrero negro para disimular el brillo de la máscara.
Las toses catarrosas y algún estornudo saludaban constantemente al invierno que venía. Presa de su apuro, huía el otoño intentando despegarse del calendario francés.
El comisario había enviado al investigador a descansar. Con cuarenta y cinco años, Tsoreto nunca hubo tomado vacaciones mientras estuvo en la fuerza. A los diecinueve se había enrolado cautivo de las dudas, inseguro; pero el paso del tiempo hubo encargádose de confirmar su decisión. Caso tras caso, la justicia desbordaba y esa sensación victoriosa de ganarle terreno al crimen, alcanzaba para verlo feliz.
La Sargento Pérez, antigua compañera del detective lo conocía bien de aquellos tiempos pretéritos en que patrullaban la ciudad. Tsoreto amaba conducir y la Sargento amaba las buenas máscaras antigás que le permitían acompañarlo. Cuando joven, nuestro deforme amigo olía fecalmente. Realmente fecalmente. Pero muy fecalmente. Muy mucho y demasiado horriblemente horrible. Con carencia total de bacterias aerobias a lo largo del esqueleto, fallecidas por los efectos antibióticos asfixiantes de aquel sinfín aromático.
La muchedumbre bulliciosa infestaba París. Entre boliches con carteles de neón, figuras holográficas proyectadas con lásers de colores hacia fuera de los comercios y alguna que otra persona de desconfiable aspecto, Tsoreto rastreaba el paradero de su nuevo amiguito.
Pérez, que lo había acompañado pese a que ya hacía muchos noviembres que no trabajaban juntos, habíase quedado durmiendo en el hotel. La linda policía respetaba inmensamente al investigador y, aunque no sentía amor por él, sí cobijaba una fuerte y distante amistad.
Allá por los pagos europeos, Iemepé era algo conocido. No tanto como Ghandi o Tom y Jerry, pero sí más que un policía cualquiera.
Mientras tanto en las cercanías de la torre, entregado a su búsqueda Tsoreto, comenzaba ya a preocuparse. El niño se había puesto a charlar con él tardes atrás, mientras jugaba en el arenero de una plaza llamada le soleil.
En aquel momento, al pasar el investigador entre las hamacas, Jean Paul había continuado penduleándose sin inmutarse, cual si no hubiera percibido ningún aroma molesto. Percatándose del suceso, Tsoreto rodeó el sector de juegos como quien pasea indiferentemente y repitió el cruce junto a las hamacas, tratando de pasar lo más cerca posible del muchacho. Éste permaneció sereno.
-¡Santos anósmicos Batman!- chistó el fornido cerebelo del detective a su inseparable compañero cerebral. -Si tú fueras más seso de lo que pareces, te darías cuenta que el niño no huele- continuó.
El cerebro enfurecido respondió y principió una discusión intracraneana. Las neuronas protestaban unas, insultaban otras y hasta las había lanzadoras de golpes, usando los botones sinápticos a forma de puños enguantados. Debió pues intervenir el investigador y detuvo aquella batahola golpeándose por detrás, justo en la parte que la cabeza se une al cuello, donde empieza la nuca.
Cuando se palmeaba la grasienta cabellera, que escondía estratos ceborreicos y casposos entremezclados con las secreciones normales del cuero cabelludo y el hollín depositado por meses, uno de sus seis dedos quedó adherido entre pelos. Incómodo, tironeó y tironeó pero el meñique mayor no se despegaba.
Jean Paul, sin que Iemepé se percatara, lo había estado observando sonriente, divirtiéndose con las enroscadas morisquetas que intentaba sin que surtieran efecto. La potencia del cemento orgánico que retenía allí al dedo resultaba admirable.
Tsoreto continuó la tarea y el primer contacto directo entre ambos se dio entonces luego del despegue. Las palmas batidas por el muchacho y su riza con acento francés, encestándole a cada carcajada una tilde final, habían hecho sonreír a Tsoreto.
Aunque el plateado metal le enmascaraba el semblante alegre, el niño logró comprender que aquél hombre lo acompañaba en su reír.
–Vamos al subibaja- lo invitó. –Eres mayor pero igual podrías jugar conmigo. Yo no tengo muchos amigos por aquí.
Entendiendo el comentario en francés del pequeño, el policía se arrimó. Ocurrieron sendas presentaciones, estrecharon las manos con fuerza y caminaron hasta donde estaba plantado el subibaja. Tsoreto sonrió otra vez. El aparato le recordaba sus años niños, allá por el parque Lezama de San Telmo.
Mientras jugaban, Jean Paul narró su difícil historia hasta esos días. En resumen, nunca había conocido a su padre y la mamá, que lo amamantara y cuidara mientras usaba pañales, había muerto víctima de una enfermedad terrible. Desde entonces, preso a los caprichos de Veronique, su hermana mayor, los días habían transcurrido tórridos de aburrimiento. Sumaba ya seis años y nunca había pisado el jardín de infantes ni la escuela. Analfabeto y asocial, sus aprendizajes provenían del contacto con la ciudad, los coches, edificios, gente gris sin rostro y avenidas, noches pavorosas de frío, lluvias incontemplativas y vientos lastimeros, maltrato, hambre, robos de fruta con corridas divertidas y escapes angustiosos de la muerte que cada tanto pasaba para llevarlo consigo.
La plaza le soleil era lo mejor de todo aquel universo. Allí admiraba a otros niños bien vestidos y con vidas diferentes a la suya. Ellos eran los únicos con los que a veces conversaba. Algunos le resultaban simpáticos; otros eran más parecidos a los viejos de mirada perdida que andaban por doquier, aunque esos pibes le prestaban atención algunos instantes y luego quitaban sus ojos aprendiendo a usar la indiferencia.
Los mejores juegos eran las hamacas y los trepadores de varias alturas, sin duda. Jean Paul tenía práctica y siempre destacaba entre el resto, aguantando más que nadie asido a los barrotes. El más alto de todos, de color amarillo con vetas anaranjadas era la prueba más peligrosa. Allí lograba la admiración de las chicas, que siempre lo veían de reojo o dejaban de verlo cuando él se atrevía a mirarlas desde lo alto.
-Por supuesto que he caído; varias veces a decir verdad- aseguró el muchacho. –La segunda vez me lastimé mucho. Quería saludar a un amigo con una mano mientras colgaba con la otra desde el trepador mayor. El palo estaba mojado por la lluvia del día anterior y me resbalé. Aún recuerdo cuando volaba por el aire.
Levantó la tela descosida de su pantalón y mostró a Iemepé cómo tenía deformada la pierna por el golpe. –Así me quedó, después de que los padres del chico me llevaron al hospital.- Al parecer la tibia se había soldado sobrepuesta y del frente de la canilla le asomaba el bulto calloso que se había formado bajo la carne.
Tsoreto hizo lo mismo. Quitose el impermeable y levantándose la botamanga derecha hasta la rodilla, comparó su choricete piérnico angulado con el del niño. Se parecían bastante.
Removió la vellosidad tupida y peinándola longitudinalmente ambos descubrieron la llamativa semejanza que los unía. El niño se alegró.
Siguieron jugando un rato. Pronto, el investigador estaba subiendo a los codiciados trepadores; luego daban vueltas en la calesita manual –esa que tiene el eje fijo al piso y se gira agarrándose del volante central-; y por último, cuando casi se apagaba la claridad diurna, labraban las torres medievales de un castillo en el arenero.
Tsoreto se divertía a lo grande –o más bien a lo chico.
Quedaron en encontrarse en dos días y así lo hicieron. Desde entonces las reuniones se sucedieron frecuentemente.
A una de ellas asistió la Sargento Pérez, Silvina Pérez. Ese día habían arreglado un picnic a orillas del río Sena. Mientras comían, la oficial cayó en la cuenta de que Jean Paul no percibía los olores.
-¿No sientes nada?- le preguntó.
-¿Nada de qué?
-Con la nariz... ya sabes- y la Sargento inspiró con sonoridad dos o tres veces para lograr explicarse.
-No huelo- si a eso te refieres. –Antes de cumplir los cuatro, Veronique me echó un maleficio de brujas. Fue porque no quise ir con ella a comprar. Siempre me aburría aguantar mientras se revisaba los vestidos y esperar horas a que acabara de decidirse.
-Veronique no era malvada, pero esa tarde estaba furiosa conmigo y dijo unas palabras que aseguró me matarían la nariz. Yo al principio no le creí. Seguía disfrutando de todos los aromas segundos después de lanzado el conjuro. Pero ella comentó que me haría efecto si me quedaba dormido.
-¿Y entonces?- se interesó Tsoreto viendo apenado a su amigo.
-Traté de no prestarle atención; pero al acostarme esa noche algo me decía que no debía cerrar los párpados. Conseguí permanecer despierto durante dos días y medio más, pero lamentablemente no fui lo suficientemente fuerte y caí presa del incontrolable cansancio. Estaba abatido.
-Cuando desperté, el Sol me enceguecía. Veronique me había quitado del sillón donde dormía y sacado a la vereda. Cerré los párpados rápidamente con fuerza recordando el hechizo. Temía que se hubiera cumplido. Estuve decidiendo si abrirlos o no durante bastante tiempo. Los autos que pasaban sobre los adoquines, bocinazos, alaridos de gente y otros ruidos aseguraban que estaba bien despierto. Hasta una persona me pateó el hombro cuando pasaba caminando a mi lado –supongo que sin quererlo, aunque no abrí los ojos para observarla.
-Pronto concluí que aunque no abriera los ojos, igual estaba despierto y me concentré en mi nariz. El olor común a humo de los escapes no existía esa mañana. Levanté las pestañas. Tampoco percibía los perfumes de las señoras elegantes ni el olor a transpiración que siempre salía de las axilas del encargado.
-Me castigué mucho por no haber resistido en pie. La maldición de mi hermana se había cumplido y ya no podría disfrutar del aroma a comida nunca más. Ni de nada que se les pueda ocurrir. Fue terrible acostumbrarme; pero ahora ya lo tengo asumido... soy ciego de la nariz, o mudo, como quieran llamarlo.
La Sargento Pérez miró con expresión entre extrañada y desconfiada a su compañero. Pero había pruebas suficientes de que realmente el niño no contaba con olfato: la amistad “cercana” –no distante- con Tsoreto lo demostraba. Quizás la historia del embrujo hubiese sido fabulada por el muchacho, mas de alguna forma u otra habíale dejado de funcionar el hocico.
La inteligencia perspicaz del investigador ató cabos y creyéndole al niño por completo le aclaró: -No se dice ciego, ni sordo, ni mudo; el problema de no poder oler se conoce como “anosmia”, así que si quieres darte un nombre, serías “anósmico”.
La policía escuchaba atenta. Ella tampoco sabía cómo nombrar ese mal; en realidad nunca se le había ocurrido imaginar que existiera.
-Puedo recordar un caso parecido ocurrido en España- prosiguió Iemepé. –Se trataba de una niña, muy bella por cierto, que había sido embrujada por una vecina de su edificio. Esta anciana y funesta señora, fastidiaba a Jazmín y a sus padres quejándose por los ruidos, los aromas a guiso delicioso que preparaba la mamá y cualquier otra cosa que le sirviera para quejarse.
-Un mediodía María José, la madre Jazmín, se había hecho una escapada hasta el almacén de enfrente de su casa para comprar y justo volvió la jovencita del jardín. Se bajó del autobús escolar que siempre la transportaba, saludó al portero y entró en el edificio de departamentos donde vivían. La puerta de su casa en el quinto piso estaba cerrada. Jazmín empezó a preocuparse porque la mamá no aparecía. Como ocurre cuando esperamos algo con ansiedad, el reloj se movía más despacio que nunca y la niña decidió preguntarle a su vecina de al lado. Golpeó la puerta y tocó el timbre insistentemente. Nadie respondía y volvió a llamar.
-Estaba dando puñetazos con su manita sobre la gruesa madera cuando la vieja bruja abriola de par en par, de sopetón. La miró enfurecida y sin dejar que Jazmín dijera palabra pronunció unas estrofas mágicas que la hechizaron. Justo en ese momento llegó María José, saludó a la vecina algo preocupada por ver a su hijita tan asustada y se la llevó de allí.
-Como te sucedió a ti- comentó Tsoreto, –con la excepción de que Jazmín no había sido alertada por la bruja, al despertar esa mañana la niña dejó de percibir los olores.
Jean Paul escuchaba más atento que nunca.
La Sargento Pérez en cambio, no sabía dónde quería llegar Iemepé pero estaba segura de que todo aquello estaba siendo inventado por él en ese instante. Sumado a lo irreal del relato, sabía que él nunca había estado en España. Pese a ello, trató de no mostrarse explícitamente incrédula y permanecía atenta oyendo la historia de su compañero.
-¿Y sabes si alguna vez se curó?- lo interrumpió vivaz el muchachito.
Tsoreto asintió bamboleando de arriba a abajo su faz plateada. –Eso es lo más interesante de este caso que resolví hace catorce años. Silvina estaba conmigo. ¿Lo recuerdas?- inquirió a la Sargento confiado en obtener su complicidad.
Pérez dudó.
-La niña morochita... en Andalucía- la instó viéndola a los ojos hasta que Silvina llegó a captar sus guiños a través del orificio ocular de la máscara.
-¡Ah, sí, la recuerdo! Es extraño que no me viniera a la mente cuando supe de tu problema- aseveró al niño.
-¿Cómo se curó?- volvió a preguntar Jean, inquieto como nunca, deseando escuchar hasta el final.
Tsoreto sacó un papel que guardaba en el bolsillo amplio del impermeable azul. Espiando, el pequeño consiguió ver que estaba escrito, pero como no sabía leer de poco le servía.
-Antes que nada, asegurémonos de estar frente al mismo hechizo. ¿Recuerdas las palabras que pronunció Veronique para dejarte sin olfato?- le preguntó muy serio.
-Eh... no muy bien... sé que empezaba con algo de “Ispírito, ispírito...” y, si mal no me acuerdo, terminaba gritando algo de “...yuá”.
-Ya veo... Así son los tres conjuros que tengo aquí anotados- se lamentó Iemepé. –Lo diferente es lo que dicen en medio. Te leeré las partes que son bien distintas para que puedas reconocer de cuál se trata.
-Bueno- asintió Jean Paul, cerrando los ojos para oír con más claridad.
-La primer forma, que no creo que sea la que usó tu hermana porque es conocida sólo por monjes orientales, según sé, dice luego de Ispírito, Ispírito: “corichinagua leptí su su su chichona”- Pérez tuvo que contener una carcajada. Tsoreto movía las manos como brujo cuando hablaba y se sacudía el colgajo epidérmico bajo la camisa.
-Mmm... no. Ese no es- concluyó el chico.
-Entonces debe estar entre la segunda y la tercera forma del conjuro. Presta atención...
Jean Paul volvió a cerrar los ojos y apoyó ambas manos en su frente, sosteniéndose la cabeza.
-La segunda variante dice “...igar lan timosa...” y la tercera es muy parecida a ésta, aunque el pedazo diferente se oye así:- Tsoreto dio especial ímpetu a sus palabras para que sonaran conocidas al muchacho –“...¡ilana no nasona!”.-
-¡Esa es!- se alegró Jean Paul, convencido hasta el tuétano de haber escuchado nuevamente las mismas palabras que pronunciase Veronique dos años atrás.
-¡¿Cómo se cura?!- desesperó tomando a Tsoreto por la muñeca.
El investigador le dio unas palmadas tranquilizadoras sobre la espalda y recetó con voz firme y clara: -Es una suerte que tu hermana haya empleado el hechizo de la sequía lunar, la sanación se alcanza justamente en las noches de luna llena y pronto tendremos una.
-Pero yo ya he pasado muchas lunas llenas y sigo anásmico...
-Anósmico- lo corrigió la Sargento.
-Yo no dije que sólo con estar en la noche de luna llena se curara. El maleficio se basa en la ausencia de humedad en la garganta y la nariz. ¿Te sentiste seco por adentro alguna vez en este tiempo?
-Seco... eh... creo que sí... ¡A sí, ya recuerdo! Poco después de que me fui de casa, al otro día de que mi hermana me maldijera.
-Ya lo ves, son síntomas indudables. Lo mismo le habían hecho a Jazmín. Ella se curó comiendo mermelada a la luz de la luna llena.
-¿Mermelada?- se interesaron Jean Paul y Pérez, aunque ésta asentía sonriente dejando ver que se trataba de una historia conocida para ella.
-Así es; pero no cualquier mermelada... Debes escoger algo que te guste mucho y que no se use comúnmente para hacer mermeladas o jaleas.
-Como un trepador...- imaginó el niño con la visión puesta en las nubes.
-Podría ser, aunque conviene usar algo con más vida, con más energía. La condición es que debe gustarte.
-Y comiendo eso en una noche con la luna entera ¿se me pasará lo de la nariz?
-Así es, aunque deberás esperar a la mañana siguiente.
-Entiendo... ¿Qué usó Jazmín entonces para su mermelada?
-A ella le gustaba mucho la luz del día, así que eligió el Sol.
-¿El Sol? ¿Y cómo fabricó mermelada de Sol?
-¡Fácil!, igual que se te ocurriría a ti armar la de trepador.
El niño no había pensado sobre cómo lograr la consistencia de la mermelada con un trepador; pero la imaginación no era su problema, y Tsoreto lo sabía.
-Para hacer la de trepador, rallaría algunos barrotes hasta tener suficiente polvo de trepador... y luego lo mezclaría con mermelada sin gusto, para que sea pura, pura de trepador. Por supuesto, después armaría un buen fuego y la cocinaría unos cuantos minutos para que quede bien completa.
-Para que se homogeneice toda ¿no?- agregó Silvina que ya iba entendiendo lo que quería lograr su compañero.
-Claro- la miró Jean Paul burlonamente, haciéndole entender la obviedad de su aclaración.
Pérez sonrió.
-¿Y cómo fabricó Jazmín la de Sol?- quiso saber, más interesado aún que antes.
-El Sol lo tenemos en todo momento durante el día. Conviene hacerlo en las jornadas radiantes como hoy. Sólo tienes que dejar destapado el frasco de mermelada sin sabor para que se cargue con muchos rayos; luego la cocinas y listo. Pero acuérdate que debe gustarte lo que uses.
-Me encanta el Sol. Siempre lo he amado. Me da calor cuando tengo frío y fabrica los días. Quiero hacerlo con mermelada de Sol. ¿Donde puedo conseguir mermelada sin gusto?
-La Sargento Pérez comprará una- aseguró Iemepé.
-¡Buenísimo! Justamente hoy está radiante- se alegró, -cuando la traigas iniciamos la fabricación.
Silvina asintió y se levantó alejándose de aquella playita con césped.
Estuvo recorriendo negocios y al rato volvió a aparecer. No había conseguido una mermelada que sin gusto a nada, pero en su defecto había comprado de limón, quitándole la etiqueta y reemplazándola por otra escrita prolijamente por ella misma. Decía en francés: “Mermelada sin sabor” y más abajo contaba: “Especial para antihechizos”.
Los dos amigos habían estado preparando una fogata con leñas que pescaron de debajo de los árboles linderos. Estaba armada pero sin encenderse, porque antes había que cargar la mermelada.
-Gracias- expreso sentidamente el jovencito.
En seguida destaparon el frasco y lo pusieron a pleno rayo de Sol. Horas más tarde, cuando la tarde se venía, prendieron el fuego y a distancia colgaron la mermelada destapada. Tsoreto había aconsejado no calentarla de muy cerca para evitar que se quebrase el vidrio.
Cuando Jean Paul consideró que estaba lista y los policías se lo confirmaron, apagó la hoguera y, cubriéndose la mano con su remera desteñida, retiró el dulce y lo tapó.
Al apoyarlo sobre la hierba, notó que la pasta transparente tenía un leve tono amarillento.
-Está bien cargada- se entusiasmó.
Esa noche coincidía con la luna llena, así que Iemepé le indicó comerla donde diera bien de pleno, para que el efecto fuera total.
Se despidieron y los dos detectives volvieron al hotel; Tsoreto feliz y Silvina feliz y con su máscara antigás bien calzada.
...
Fue así que había llegado Iemepé hasta la base de la torre, como contábamos al principio del cuento. Él estimaba que Jean Paul subiría por allí para conseguir la luz de Luna necesaria.
Eran las doce y cuarto y aún no lo veía.
Desenterró el catalejo que guardaba a veces en una concavidad alargada de su espalda y empezó a escudriñar los distintos lugares de la torre Eiffel hasta donde podría haberse trepado el jovencito.
Por aquí no... por allí tampoco... hasta que por fin lo encontró. Estaba en una plataforma bastante elevada, de cara a la Luna, tragándose la mermelada como quien bebe un vaso de gaseosa.
Una vez terminado el dulce curativo, el muchacho suspiró aliviado y se echó placenteramente a dormir.
Al otro día, ambos policías visitaron la plaza le soleil. Allí estaba Jean Paul con un montón de niños rodeándolo, oyendo la historia que tenía para contarles. Cuando los vio, corrió enseguida a abrazarlos con todo su amor.
El abrazo a Silvina fue normal. Pero luego, cuando se acercó a Tsoreto empezó a toser y casi no podía respirar. Silvina lo llamó y le prestó su máscara para que pueda abrazarlo también.
Protegido de la fetidez aérea, Jean Paul apretó cariñosamente al investigador sintiendo como se escurrían la multitud de pastas que lo cubrían.
-¡Tienes crema!- le indicó luego.
-Así es Jean Paul; así es- sonrió Iemepé.
Los tres se despidieron a la vista de la multitud de niños y niñas franceses que los observaban. Tsoreto y la Sargento Pérez se embarcaron para Argentina y regresaron a sus funciones. El misterio del heroico detective enmascarado prendió fuerte entre aquellos jovencitos y las leyendas se contaban de boca en boca.
-El poder de la mente es a veces insospechado- comentó Iemepé a su compañera mientras volaban de regreso a casa. Y así, usando su ingenio magnífico y esas capacidades más allá de lo conocido, el Investigador de la Máscara de Plata, continuaría haciendo justicia.
-
Autor:
Gustavo Affranchino (
Online) - Publicado: 2 de noviembre de 2025 a las 07:38
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 2

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