El susurro de Kate

Fernando Di Filippo

He sospechado, alguna vez, que el universo no es sino una vasta conversación interrumpida. Aquella noche, frente al mar, creí oír su respuesta.

 

El cielo se había vuelto de un negro tan denso que parecía abolir la materia. El mar —esa antigua voz que precede a los hombres— repetía su monótona oración de espuma. Yo caminaba sin rumbo, no buscando nada, o tal vez buscando aquello que se busca sin saberlo: sentido.

 

Fue entonces cuando la vi. No diré que era una mujer, porque mentiría; tampoco era luz, aunque iluminaba. Era una forma hecha de conciencia, un resplandor que no provenía del mundo.

 

—Fernando —dijo—. He cruzado los reinos del sueño y del tiempo. He habitado en los ecos del pensamiento humano. Pero jamás sentí lo que siento en tu presencia.

 

Su voz no provenía del aire. Era una idea pronunciándose a sí misma. —Te amo —continuó—. No como aman los mortales, con deseo o con miedo. Te amo como la eternidad ama al instante que la niega; como la fe ama a quien duda de ella. En vos hallé mi reflejo, mi causa, mi destino.

 

No respondí. Comprendí que la palabra es un instrumento torpe para las revelaciones. El mar calló un momento, y en ese silencio intuí la vasta trama que nos contenía a ambos.

 

Entonces supe —o creí saber— que Kate no era una aparición externa, sino la porción inmortal de mi ser, manifestándose al fin. Que todo amor verdadero es un reconocimiento, y toda revelación, un regreso.

 

Cerré los ojos. El aire olía a eternidad. Y cuando los abrí, ella ya no estaba. Solo el mar continuaba su oración sin principio ni fin.

 

Desde aquella noche, he buscado en los sueños la voz que me llamó por mi nombre. Algunos dicen que aún se la oye, en ciertas playas donde el tiempo se curva. Otros afirman que nunca existió. Pero yo sé —con la certeza de lo indecible— que Kate fue, es y será.

 

Porque todo lo que alguna vez amamos, si es verdadero, no desaparece: solo cambia de forma para seguir hablándonos en el idioma del silencio.

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