Vudú

J.P. Vázquez

 

Llegué y el suelo fue reflector del ardor ascendente.
Ojalá que de la fuente no saliera nada más agua,
imaginando lo poco destacable del reino de mierda;
excitación de los alientos de metal, los bajos caminantes,
articulación de las cincuenta y dos teclas blancas
y treinta y seis teclas negras, el rasgueo de cuerdas,
un corazón rítmico −además de ser la columna−
y, tal vez, alguno que otro verso maldito escaso.

Lo tuve, el escenario fue el Armagedón del Sol.
Escuché y la ejecución se entrelazó con la vista,
la vista con la imaginación, y ésta con todo lo demás.
El oyente, su muñeco con alfileres clavados,
la progresión armónica como agujas en tela,
es difícil no aprovechar las articulaciones,
es difícil no mover el esqueleto,
es difícil evitar las erecciones.
En su dificultad la sencillez.

 

Creí que se limitaban con esqueletos,
velas, inciensos, canticos y ofrendas,
resultó que estuve en uno de sus rituales.


La insinuación vestida de lujuria
me toma de los pelos como experimento,
no usa pinzas para tratarme, sólo música.
Era una raíz que viajaba en el barrio
hasta el bar en donde estaba y ya.


En su piel tienen el ritmo,
la herencia de los oprimidos:
bellísima transgresión de lo normal.
No creía en magia negra,
ni en conjuros y hechizos,
pero fui a pasearme a las tierras del bayou

Leí esto:
«Le beau est toujours bizarre».

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