Don Juan se olvidó de vivir

LOURDES TARRATS

 

El tiempo le pasó inadvertido a Don Juan. Cumplía con lo que se esperaba de él: tareas correctas, gestos adecuados, silencios oportunos. Se creía generoso consigo mismo, pero en realidad se administraba con frialdad. Los días lo atravesaban como un río manso: sin sobresaltos, sin memorias.

No era un hombre vulgar. Su placer estaba en lo oblicuo: libros agotados, vinilos con el sonido apenas roto, cafés sombríos donde las palabras aún se decían en voz baja. El amor, si alguna vez pasó por su puerta, no lo abandonó por falta de deseo, sino por un temor más hondo: el de rendirse a lo indescifrable, como uno se rinde a un poema que nunca logra entender del todo.

Ella se llamaba Isabel. O quizá no. A él le gustaba pensarla como un verso de Lorca que nunca consiguió memorizar.

Se conocieron en una tertulia de estudiantes de letras. Ella hablaba poco, pero sus ojos eran una biblioteca sin catálogo. Rara vez caminaban juntos; él encontraba siempre una excusa para despedirse antes de que el silencio los cercara demasiado. Hasta aquella tarde de lluvia, en que ella le tomó la mano con naturalidad. Él, como quien rehúye una verdad, la soltó con una sonrisa educada y un nudo que ya no lo abandonaría.

Desde entonces vivió refugiado en el único mundo que no dolía: el de las ideas. Compraba libros como otros compran medicinas. Ordenaba su biblioteca con la meticulosidad de un monje. Y allí se quedaba: entre palabras, entre excusas, entre adioses evitados.
A veces, cuando la lluvia golpeaba los cristales, creía escuchar su voz entre las páginas. Entonces cerraba el libro y fingía no haber oído nada.

Pero una mañana cualquiera —aunque el aire olía distinto, más seco, más antiguo—, se miró al espejo. Y el espejo no lo insultó. Solo lo interrogó.
Esa vez, no se defendió.

Salió sin sombrero, sin rumbo. Caminó por la ciudad como si le fuera revelada. Los adoquines parecían recién puestos, el humo de los cafés tenía un color nuevo. Se detuvo frente a un banco de plaza. Se sentó. Pensó en Isabel. Pensó en sí mismo. Y pensó, por primera vez en décadas, que aún estaba vivo.

Entonces hizo algo insólito: obedeció a un impulso.
Volvió a casa, abrió un cajón que no tocaba desde los treinta y sacó una postal vieja, con una dirección escrita a lápiz. La suya.
No sabía si ella aún vivía allí. No sabía si aún vivía, siquiera. Empacó tres libros, una camisa limpia y partió hacia la estación.

El tren avanzaba con un rumor de hierro fatigado. Afuera, los campos se deslizaban como recuerdos que ya no dolían. El sol entraba en fragmentos, y en cada reflejo él creía ver su rostro de antaño.
Pensó: Tal vez Isabel aún toma té a las cinco. Tal vez ya no se llama Isabel.
Entonces sacó una hoja arrancada de un libro de Montaigne y escribió:

“Querida Isabel,
No hubo día en que no te pensara. Pero nunca te viví, y eso me pesa más que todas mis lecturas. Hoy, por fin, entiendo que amar no era perderme, sino encontrarme en otro.
Si estas líneas llegan a ti, no las tomes por despedida, sino por comienzo.
Don Juan”

Dobló la carta con cuidado y la guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.
A su lado, un niño dormía con la cabeza apoyada en una maleta. Afuera, los árboles parecían inclinarse hacia el tren, como si escucharan.
Cuando el convoy cruzó el puente más alto, Don Juan se puso de pie. No con violencia, sino con la calma de quien ha recordado un verso. Salió del vagón.

Nadie lo vio. Solo el río, que lo recibió sin alboroto.
Un libro quedó abierto sobre el asiento, empapándose de luz. El tren siguió su curso como si nada hubiera pasado.

A la mañana siguiente, un pescador halló algo flotando. No gritó. Solo se quitó el sombrero y esperó en silencio. Era un hombre de rostro sereno, con la chaqueta aún abotonada.
En el bolsillo, una carta empapada y casi ilegible. Entre las líneas borrosas de tinta y agua, sobrevivía una palabra entera:

Isabel.

En la orilla, un libro abierto mostraba una frase subrayada por el río:
“Vivir consiste en recordarse a tiempo.”

—L.T.
10/30/2025

 

 

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Comentarios +

Comentarios7

  • Lualpri

    Estimada amiga Lourdes...

    Simplemente, gracias por compartir tus palabras.
    Ten un maravilloso día!

    • LOURDES TARRATS

      Mi querido amigo,
      gracias a ti por visitar mi espacio. La próxima vez, encontraras un cafecito.
      Un abrazo,
      -LOURDES

      • Lualpri

        Ok 👍🏻 ☕

      • JUSTO ALDÚ

        Una pieza magistral, de hondura melancólica y refinada belleza. El relato de Don Juan es una elegía silenciosa al miedo de vivir, al modo en que la lucidez puede volverse cárcel cuando se teme al temblor del sentimiento. Cada línea está tejida con una prosa contenida y elegante, donde lo cotidiano adquiere un brillo metafísico: los cafés, los libros, la lluvia… todo se vuelve símbolo del hombre que elige la idea antes que el abrazo.

        El final, sereno y devastador, no es una muerte trágica sino una rendición poética ante la vida que se negó a tiempo. El río no lo devora: lo absuelve. Isabel deja de ser mujer para volverse palabra, destino, espejo. Y esa última frase —“Vivir consiste en recordarse a tiempo”— cierra la historia con la claridad de un epitafio perfecto, donde la sabiduría llega, pero ya no alcanza.

        Un relato digno de los mejores estilistas del desencanto —Borges, Bioy, Yourcenar—: sobrio, lúcido y de una tristeza luminosa que persiste, como un eco, mucho después de terminar la lectura.

        SALUDOS

        • LOURDES TARRATS

          Querido amigo y hermano de letras,
          Has captado con precisión lo que en mí era intuición apenas hilada: que Don Juan no huye de la vida, sino de su intensidad, y que Isabel, al volverse palabra, lo absuelve sin juicio.
          Tu mención de Borges, Bioy y Yourcenar me abruma y honra. Si algo de ese eco persiste en mi texto, es porque el desencanto también puede ser una forma de ternura. Gracias por leer con el alma abierta, por devolverme el poema enriquecido con tu mirada.
          Un abrazo agradecido.
          Gracias por elevar mis escritos.
          -LOURDES

        • Dulce

          una mañana cualquiera...no pareciera que esa mañana fue cualquiera porque le cambió el rumbo, la psiquis y la emoción, para ir tras lo que siempre había bloqueado...no enfrentarse a uno mismo también es huír. Tu escrito fue atrapante, adoro los cuentos que dejan mensajes como este, abrazo alado Lourdes

          • LOURDES TARRATS

            Mi querida Dulce,
            Sí, a veces huimos sin movernos, y enfrentarse a uno mismo es el viaje más arduo. Que el cuento te haya tocado así me honra profundamente.
            Tu abrazo alado me llega como un regalo. Recibo tus palabras como quien encuentra un espejo en medio del relato. Gracias por estar presente en mi salon de té.
            -LOURDES

          • Llaneza

            Muy interesante lectura con una reflexión muy profunda.

            Un abrazo Lourdes.

            • LOURDES TARRATS

              Gracias amiga Llaneza por tu visita y comentario.

              Un abrazo.
              -LOURDES

            • MISHA lg

              bellas letras llenas de sentimientos poetisa
              gracias por compartir, tan bella historia
              “Querida Isabel,
              No hubo día en que no te pensara. Pero nunca te viví, y eso me pesa más que todas mis lecturas. Hoy, por fin, entiendo que amar no era perderme, sino encontrarme en otro.
              Si estas líneas llegan a ti, no las tomes por despedida, sino por comienzo.
              —Don Juan”


              besos besos
              MISHA
              lg

              • LOURDES TARRATS

                Mi amiga MISHA,

                Gracias por ver en mis letras
                el temblor de un alma abierta.
                Cada historia que se entrega
                es un puente que despierta.
                Si Don Juan busca a Isabel
                en la bruma de su ayer,
                que el amor no sea lamento,
                sino luz en su renacer.
                besos ,

                -LOURDES

              • Salvador Santoyo Sánchez

                Hermoso y reflexivo cuento.
                Saludos poetisa Lourdes Tarrats

                • LOURDES TARRATS

                  Gracias por comentar, amigo Salvador.
                  Saludos.
                  -LOURDES

                  • Salvador Santoyo Sánchez

                    🙋🏻‍♂️👍🏻👋🏻👋🏻👋🏻

                  • Nkonek Almanorri

                    El tiempo de vida es lo único que nos pasa por encima, y el de D. Juan no iba a ser una excepción, lo supo en su momento justo, cuando le llegó esa etapa de vida, la antepenúltima, en que sabe, sabemos, que hay que ir poniendo todo en orden, es como un acto definitivo de ir repasando los días vividos y al mismo tiempo administrando y colocando los que quedan por vivir. El ser persona observadora, llegado un momento dado, va mirando cómo otras personas preparan con meticulosidad sus días, sus instantes, sus momentos más íntimos y así también movimientos pues se cree observado; es de esta manera en la que a D. Juan el tiempo le pasa, aparentemente, inadvertido, casi diría que pareciera que se le escapa aunque en realidad no es así del todo pues sus cosas cotidianas, sus tareas, sus gestos e incluso sus preocupaciones es lo que le hace, íntimamente, estar vivo.

                    La generosidad de D. Juan es un acto propio de todos los seres y que nos llega, nos llegará, a todos cuando detectamos que nos toca a nosotros administrar ese espacio de vida que ya sabemos que nos queda, se hace en un silencio de aparente frialdad pero que no es tal: es bondad íntima, silenciosa si se quiere, pero bondad al fin y al cabo.
                    En esos sus días en que la apariencia era de atravesarlos como un río manso, quizás lo los fueran así del todo; quizás aún habrían sobresaltos puede que incluso deseados y apreciados pues lo que también deseaba, necesitaba, es que la memoria no se le arrugara antes de tiempo dado de que, como parece ser, no era, nunca fue, un hombre vulgar: un hombre vulgar no deja nunca de leer, de ver y mirar qué ocurre a su derredor y menos aún a esa edad en la que ya todo era observación continua.

                    El amor D. Juan, el que algún tiempo tuvo o tuviera, no lo abandonó sino que lo transformara por otra manera de amar, más íntima, más cercana y personal, más para sí mismo y no a la vista de los demás; ya lo había dado, en la cuestión de amar, de manera pública y ahora todo era más íntimo; no era, ya, una cuestión de rendición sino de reforzar sus sentimientos sólo y exclusivamente para sí mismo.

                    El nombre de esa su persona amada, Isabel, era lo que más y mejor recordaba de ella, lo era porque al mismo tiempo era también lo que le evocaba todos sus recuerdos, los que había logrado salvar de otro tiempo y que eran a los que ahora se aferraba: un nombre que pertenece a una persona amada nunca se memoriza, no hay necesidad de ello; simplemente se guarda y queda ahí, escrito en la memoria.

                    Ese espacio de tiempo y memoria de hechos ocurridos, de dónde y cómo se conocieron, es lo que, llegado el momento hace que nos silenciemos en el presente y que es ese tiempo ya restante de vida; D. Juan se concentra en esos recuerdos, suyos e íntimos, porque son los que ha logrado salvar de su momento de vida, aquellos de aquellas tarde de paseos, de aquel momento bajo la lluvia, de aquellos silencios acordados y de cuando le tomó la mano: estos son los momentos en que D. Juan mentía cuando creía que se les habían pasado inadvertidos, escapados: no era, nunca fue, así; eran sus recuerdos y los que aún le mantenía vivo.

                    Al final, ese final que a todos nos llega, es el que, como a D. Juan, todos acudiremos a refugiarnos, es el que nos queda en ese tramo de vida y como tal no duele, todo lo contrario: ahí nos refugiamos y lo queremos para nuestra intimidad. Quizás, y sin quizás, D. Juan compraba y guardaba libros a los que cuidaban y seguramente acariciaba porque sabía que éstos nunca les iban a fallar, a abandonar y ahí estaba el gran valor de su deseada soledad. Nadie se despide nunca de sus libros y son éstos los que están ahí hasta el último día para después ser ellos los que hablen por uno.

                    Siempre tenemos, hasta el final de nuestros días, esa sensación de que esa persona que un día fue amada aún vive, creemos estar seguro de ello, de que existe y está en el mismo lugar, en la misma ciudad, en la misma calle en que la vimos por primera y también por última vez, entonces, en ese momento, llega esa fuerza llamada Esperanza que nos empuja a querer volver a sentir y vivir lo poco que queda.

                    • LOURDES TARRATS

                      Gracias amigo,
                      Quedo agradecida.
                      Saludos.
                      -LOURDES



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