Algo se fue, sin avisar.

Roma.

La infancia se terminó sin avisar.
No fue un día exacto, pero se sintió.

Se sintió cuando los juguetes pasaron a ser una distracción inútil.
Cuando el hambre pesó más que las ganas de jugar.
Cuando aprendieron que los problemas no esperan a que crezcas para resolverse.

Sus padres estaban ausentes.
Y entre hermanos, se convirtieron en su propio refugio.
Aprendieron a cocinar con lo poco, a repartir lo justo, a entender que el cariño no siempre viene de quien debería darlo.

En la escuela, la diferencia se notaba.
Las burlas dolían, pero no podían permitirse llorar.
Mostrarse frágil era un lujo.
Así que aprendieron a sonreír aunque adentro temblaran.
A escribir lo que no podían decir.
A esconder la tristeza entre cuadernos y silencios.

También conocieron la lástima.
Esa mirada que pretende consolar,
pero en realidad te recuerda lo que te falta.
Y aunque agradecían lo poco que tenían,
se sentían culpables por desear algo más.
Por querer una vida distinta, una familia distinta.

Los años pasaron, y con ellos, la costumbre de callar.
Aprendieron a minimizar el dolor, a hacerse los fuertes, a contener las lágrimas por miedo a romperse del todo.

Crecieron demasiado pronto.
El mundo fue cruel con ellos, y los obligó a ser adultos cuando todavía necesitaban abrazos.

Hoy, ya grandes, desean otra vida.
Una donde la infancia no doliera tanto.
Una donde jugar no fuera una pérdida de tiempo.
Donde “familia” significara unión, amor, risas, un lugar al que volver sin miedo.

Intentan sanar a su manera.
Construyen hogares nuevos, con reglas distintas, buscando no repetir la historia que los marcó.
Y aunque la herida no sangra, sigue latiendo en silencio.

A veces, quien narra esta historia entra a una casa ajena y ve una familia riendo, compartiendo, abrazándose sin temor.
Entonces algo se le parte adentro.
No de envidia, sino de nostalgia.
Una parte suya, la más niña, querría quedarse ahí un rato, mirando, como quien observa desde afuera la vida que siempre quiso.

Y después llega la culpa.
Esa culpa absurda por desear lo que nunca tuvo.
Por imaginar cómo habría sido una infancia más suave, sin tanto peso sobre los hombros chicos.

Pero no es egoísmo.
Es el reflejo de lo que le robaron, de un amor que debió estar y no estuvo.
De una infancia que no fue, pero que sigue viva, pidiendo que alguien la entienda.

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Comentarios +

Comentarios1

  • JAVIER SOLIS

    Doloroso ver crecer en mundos diferentes
    con visiones diferentes y crueldad en la vida
    Herosos versos bella autora
    Con mucho cariño
    JAVIER



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