Madre del suicidio

La tierra sangra el humo del asfalto,
sus hijos beben sombras en pantallas,
el oro es ley, la carne ya no es alma,
se compra fe con códigos de saldo.
El sol, cansado, escupe su espiralto,
la voz del hombre truena y no se halla,
¡ay! civil mundo, ciego de mortaja.

El niño nace y sueña con metralla,
la madre reza al dios de la apariencia,
los templos son mercados de obediencia,
la muerte viste traje y no desmaya.
El mar devora el llanto y la muralla,
el aire duele, el alma va sin ciencia,
y el hambre es reina en cada penitencia.

Caen los tronos, las máquinas del miedo,
el hombre arde en su propio artificio,
sus manos, que juraron sacrificio,
ahora imploran perdón al frío enredo.
Las calles gimen, ruge el falso credo,
las bestias ríen, juegan al juicio,
la cruz se oxida, y el ángel es oficio.

No hay luna ya, ni calma en los abismos,
sólo el rugir del hierro en su caída,
la paz se pudre, el alma está vendida,
y el tiempo muerde el hueso del cinismo.
Los hombres brindan por su propio himno,
de pólvora y de furia contenida,
¡oh raza necia, madre del suicidio!

Las voces mueren bajo el mismo ruido,
de luces, de pantallas, de mentira,
el hambre ríe, el agua se retira,
y el viento arrastra al último perdido.
La bestia humana labra su destino,
con garras de metal, con piel podrida,
sin fe, sin dios, sin flor, sin despedida.

Y cuando el sol se apague en su castigo,
y el mar devore el nombre del pasado,
seremos eco, polvo condenado,
que quiso ser eterno y fue enemigo.
No habrá canción ni tumba ni testigo,
sólo un reloj sin cuerda, abandonado,
girando sobre el lodo del pecado.

Que el mundo caiga, ruede su pecado,
que el hombre escuche al fin su voz interna,
que el trueno juzgue al dios de su caverna,
y el fuego limpie el templo profanado.
Quizás del polvo nazca un ser alado,
sin odio, sin dolor, sin alma enferma,
y el fin, tal vez, le sirva de linterna.