Eran y son los empujados hacia
ninguna parte, marchan atados por
un silencio que ensordece la
conciencia y a la vez te miran
como cómplice de todo y de nada a la vez.
Osan soñar con un posible
olvido, y hasta con un más
que hipotético perdón, es lo que
calma al alma de la mirada esquiva
que guardamos.
El que manda aquí asegura que
el mando premiará no a los
valientes sino a los más cobardes:
lo hará sin tibieza para que
el ejemplo cunda,
para que el valor se borre.
Llegado el momento de hacer la matanza
un dedo acusador nos recordará
nuestro camino al silencio.
Silencio y complicidad.
Los he visto caer con la lengua en mitad
de la palabra:
la palabra era Silencio.
Los he visto caer con el recuerdo,
con el recuerdo en medio de la noche.
Con la mirada y las observaciones sobre los demás descubrí, de muy niño, que había nacido aún en aquellos años de silencios y de miedos en los que el tiempo era como de cristal: rompible en cualquier momento al final de la tarde, cuando la oscuridad se sentaba en la cima del volcán como observadora de lo que entonces podía suceder; eran los tiempos en que cuando las puertas y ventanas eran cerradas con los fechillos ya de noche, las luces de las velas eran alejadas de las ventanas que daban a la calle y encerradas en las habitaciones interiores de la casa; así recuerdo aquellos años y aquellos días en que el tiempo, repito, era de cristal.
La madrugada en que vine al mundo, un jueves a las cero horas y cinco minutos de 1956 mi padre no estaba en casa; hacía ya un tiempo que había dejado de ser un simple jornalero en las fincas de plataneras y se había ido a la ciudad, a la construcción; era un trabajo seguro, de lunes a sábado por la tarde y apenas con tiempo para estar con la familia, este hecho también lo supe pronto por sus consecuencias. Por esta razón cuando el cura Don Abraham, que se había ya enterado de mi nacimiento a primeras horas de la mañana de ese mismo jueves cinco de septiembre, se presentó al día siguiente, viernes, en casa preguntando a qué se debía que aún yo no había sido inscrito en el registro civil ni dado aviso a la iglesia de mi venida a este mundo. No les fueron suficientes los argumentos de mis tíos abuelos de que mi madre había tenido un parto difícil y que mi padre aún no sabía de mi nacimiento al no haber llegado de la ciudad; Don Abraham no pareció tener interés en saber los motivos del por qué no se me había registrado ni avisado a la iglesia, sólo quería y ansiaba castigar aquella ofensa, por esta razón cuando el tío abuelo Salvadorito trató de llevarlo a un aparte para hacerle comprender mejor la situación éste, el cura, le dijo con una amenazante mirada de odio infinito: “no quiero explicaciones de un comunista”. Cuando le dio la espalda y se dirigía a la puerta de salida lo esperaba su esposa, la tía abuela Chonita, la que años más tarde iba a matar a su propia hermana de lo cual no supe de este hecho hasta 51 después: Chonita lo miró de arriba abajo, fijamente, con desprecio y sin miedos algunos, y hasta con el mismo odio que Don Abraham se dirigió un minuto antes a su esposo; le dijo arrimándose a él hasta tener su cara a poca distancia de la suya: “No todos los curas llegan al Cielo, Padre”, y le cerró la puerta antes de que el cura pudiera decir nada.
Cuando mi padre llegó a casa, aún sin saber de mi nacimiento, el tío Salvadorito,el que pocos años después se iba a volver a Cuba y encontrarse con Fidel Castro en Sierra Maestra, bajó hasta El Puente, el lugar de parada del Coche de Hora que traía a mi padre de la ciudad; supe, años después, que mi padre creyó que había ocurrido lo peor en el parto pero Salvadorito lo calmó diciéndole que estabamos bien pero que había un problema con D. Abraham, el cura. La cuesta que hay desde la carretera donde estaba El Puente hasta mi casa, diez minutos andando, mi padre la subió maldiciendo al cura, a su puta madre y a la Iglesia, Salvadorito trató de calmarlo pero el veneno ya lo llevaba dentro desde hacía años. Mi madre me contó que el momento en que me vio fue el primer llanto que mi madre vio en el rostro de mi padre, el primero y el único en toda su vida.
Al día siguiente mi tío Salvadorito se subió a la azotea desde las primeras luces del día; quería en lo posible ver llegar al cura Don Abraham y en lo posible adelantarse en lo que ya sabía que iba a ocurrir. No le dio tiempo, según vio, de repente, que el cura ya estaba delante de la puerta, acompañado esta vez por un guardia civil, y dispuesto a tocar para que le abriera la puerta ya mi padre se había adelantado, según oyó el toque de llamada, lo siguiente que el tío Salvadorito, ya detrás de mi padre con intención de sujetarlo, fue ver cómo el cura había caído hacia atrás hasta la mitad de la calle y sangrando por la boca: vinieron otros guardias civiles y se llevaron a mi padre para, sin juicio alguno, encerrarlo en una mazmorra bajo tierra durante once días. Esta vez sí, y de verdad, mi bautizo se retrasó dos semanas más de lo establecido por ley eclesiástica en aquellos años.
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Autor:
Nkonek Almanorri (
Online)
- Publicado: 21 de octubre de 2025 a las 16:59
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 2
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