La llave gira y el portón cede un quejido,
mientras la ciudad duerme y la jornada pesa.
Cruzo el umbral, mas no hallo el sonido
de un abrazo en espera, de una suave promesa.
Nadie dice: "¡Por fin llegas!", con voz de regocijo,
ni me regala la risa que el alma necesita.
Solo el eco de mi paso, tenue y fijo,
anuncia al corazón su soledad infinita.
Voy al encuentro donde la paz reposa:
mi madre, anclada en el plácido vaivén.
Ella duerme, a sus años ya vencida y hermosa,
y yo la miro, la saludo, pues sé que está bien.
Mi veneración se inclina ante su rostro quieto,
aunque mi voz no alcance a despertar su oído.
Es un amor sagrado, un deber y un respeto,
el último faro en este mundo entristecido.
Luego, la cama fría, el destino solitario,
que urge buscar el sueño como un refugio amado.
Hay que cerrar los ojos, vencer el adversario
del caos que acecha al alma, del dolor no contado.
Pero la vida, Señor, no es mía, es ofrenda,
y en Ti descanso el peso que apenas puedo ver.
Concédenos la carga que el espíritu prenda,
solo por el instante que nos toca sostener.
Aquí estoy, bajo tu manto, y no es mi voluntad,
es tu designio santo lo que mi alma persigue.
Guárdame esta noche en tu inmensa piedad,
y prepara mi espíritu para el día en que me exijas
ir a Tu encuentro, donde no habrá más duelo.
Mientras, dame la fe, dame el pan, dame el consuelo.
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Autor:
Edgardo (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 21 de octubre de 2025 a las 00:03
- Categoría: Espiritual
- Lecturas: 1
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