Era la última tumba del día. El sol ya se había hundido bajo la niebla, que comenzaba a reptar desde el borde del cementerio. Los dos hombres trabajaban con rapidez, como si el reloj les respirara en la nuca.
El jefe lo había dejado claro: “A las 7, fuera de aquí. Nadie debe quedarse.”
Jean Luc se sentía como pez fuera del agua. Era su primer día. Había llegado a Pouges una semana atrás, buscando un cambio de ritmo.
París se había vuelto asfixiante, y quería experimentar la vida rural.
¡El pequeño pueblo de Pouges era perfecto! Tenía esa mezcla de lo antiguo y lo nuevo, y su cercanía a Lyon le aseguraba no estar completamente desconectado del mundo.
Este trabajo que había encontrado le parecía estupendo: Sepulturero.
Cuando se lo contó a sus amigos de París, se les cayó la mandíbula. Pero bueno... ahora tocaba hacerlo.
Su compañero, Andrei Alexandru, no era precisamente el tipo con el que te sentarías a tomar un café. Pocas palabras, fuerte, curtido, imponente. Parecía hecho de algún material indestructible, con el rostro ajado por los años o por el sol. El contraste entre su cuerpo robusto y su piel como de pergamino le daba un aire inquietante, como si estuviera más allá de cualquier preocupación terrenal.
Jean Luc salió de la fosa de un salto, buscando agua en su mochila. El trabajo físico le había dado una sed tremenda, pero antes de beber notó que Andrei le hacía un gesto para que le pasara la bolsa. Jean Luc, con una sonrisa algo forzada, le ofreció un trago de su botella de agua mineral.
Finalmente, se sentaron juntos al borde de la tumba, compartiendo algo de cecina, queso y vino barato. El aire estaba espeso, como si el propio pueblo esperara algo que no se atrevía a ocurrir.
Jean Luc miró a Andrei, sonriendo de nuevo, como si todo estuviera bajo control, aunque en el fondo no tenía tan claro nada.
—¿Llevas mucho en esto? —preguntó, más para romper el silencio que por verdadera curiosidad.
Andrei asintió, masticando lento, sin apuro.
—No está mal —dijo Jean Luc, respondiendo su propia pregunta, intentando sonar optimista; su voz sonó más bien vacía.
No podía evitar pensar en lo absurdo de la situación: “Comiendo queso y bebiendo vino al lado de un ataúd, con los pies colgando hacia el fondo de una tumba.”
Andrei le pasó la botella. Jean Luc dio un buen trago por cortesía.
—Eh… buen vino. Cuando cobremos, te invito a cenar. Ahora mismo estoy en la ruina —dijo, como si le estuviera haciendo un favor a Andrei.
Andrei asintió nuevamente, sin decir nada, guardó sus cosas y volvió al trabajo.
Jean Luc se puso de pie, con intención de regresar al agujero, y dio un paso hacia adelante.
Fue entonces cuando lo vio.
Un gato, con una mirada fija que le heló la sangre.
Estaba allí, sentado junto al ataúd, como parte del paisaje, observándolos con una calma que a Jean Luc le pareció profundamente inquietante.
La sensación que le invadió no fue precisamente agradable. Más bien, le recorrió la espalda un escalofrío. Se quedó mirando al gato hasta que su garganta, por fin, se decidió a dejar salir unas palabras:
—Andrei, mira… un… gato.
Andrei, como si no hubiera oído nada, siguió con la pala. Pero cuando Jean Luc insistió, Andrei alzó la vista, y algo cambió en su rostro. Ya no había indiferencia en sus ojos. Era como si hubiera reconocido algo que no debía reconocerse.
Con un solo movimiento, Andrei soltó la pala, salió de la fosa de un salto y empezó a correr. No fue una huida, sino una retirada calculada.
Jean Luc, sin entender qué ocurría, lo siguió. No iba a quedarse para averiguarlo.
Corrieron fuera del cementerio sin mirar atrás, hasta que el aire empezó a sentirse menos denso. Habían recorrido una buena distancia cuando, de pronto, Andrei se detuvo en seco, recuperando el aliento.
Jean Luc se detuvo con dificultad y se colocó a su lado, mirándolo, intentando encontrar alguna respuesta. Como Andrei no decía nada, Jean Luc insistió, comentando:
—Ese gato… —dijo, sin poder articular bien las palabras, como si lo que sentía no pudiera expresarse—. Tenía algo… perturbador.
Andrei lo miró, con los ojos fríos, y con una calma tan aterradora que parecía tenerlo todo bajo control, murmuró:
—El problema no era el gato. Era la sombra a su lado. Si alguna vez ves una de esas… corre. Y no mires atrás.
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Epitafio
Una tumba a medio cavar, un ataúd esperando el amanecer
con su ocupante ya perdido en este mundo, luchando... aferrado a él.
Así fue el funeral de Doña Margerite, nuestra querida vecina del cuarto piso.
Oremos por ella.
Pouges, el pueblo que a veces duerme. Cuando puede.
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Autor:
Isidora Luna (Seudónimo) (
Offline) - Publicado: 17 de octubre de 2025 a las 03:51
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 14
- Usuarios favoritos de este poema: Mauro Enrique Lopez Z., Poesía Herética, Lualpri, Éusoj Nidlaj, MISHA lg, ElidethAbreu, Carlos Baldelomar, alicia perez hernandez

Offline)
Comentarios2
interesante cuento... poetisa
gracias por compartir
Fue entonces cuando lo vio.
Un gato, con una mirada fija que le heló la sangre.
Estaba allí, sentado junto al ataúd, como parte del paisaje, observándolos con una calma que a Jean Luc le pareció profundamente inquietante.
La sensación que le invadió no fue precisamente agradable. Más bien, le recorrió la espalda un escalofrío. Se quedó mirando al gato hasta que su garganta, por fin, se decidió a dejar salir unas palabras:
—Andrei, mira… un… gato.
Andrei, como si no hubiera oído nada, siguió con la pala. Pero cuando Jean Luc insistió, Andrei alzó la vista, y algo cambió en su rostro. Ya no había indiferencia en sus ojos. Era como si hubiera reconocido algo que no debía reconocerse.
besos besos
MISHA
lg
Gracias Misha! me alegro que te halla gustado.. 😊🍷🍷🍷🍷
Querida Isodora,
Tu relato logra lo que pocos textos contemporáneos alcanzan con tal precisión: habitar la frontera entre lo real y lo inquietante sin necesidad de recurrir a excesos ni trucos efectistas. Hay en tu prosa una economía narrativa muy afinada, una respiración contenida que recuerda al mejor cine de atmósfera, y al mismo tiempo, un compromiso casi ético con el detalle: el pan, el vino, la pala, el silencio, el gato.
Lo que más admiro es cómo logras que lo extraordinario se deslice dentro de lo cotidiano con naturalidad, como si lo ominoso nos hubiese estado esperando todo el tiempo bajo la superficie del día. En esa escena final, la sombra —más que el gato— condensa una poética del umbral: lo que no se dice, lo que apenas se insinúa, es lo que más persiste.
Gracias por escribir con esta madurez narrativa, que sabe que el verdadero terror no es el grito, sino el susurro. Te seguiré leyendo con atención y respeto.
Un abrazo,
-LOURDES
Querida Lourdes:
Tus palabras me han conmovido profundamente.
Gracias por leer desde ese lugar tan atento, tan exacto.
Me emociona que hayas percibido lo que para mí era esencial: ese umbral entre lo cotidiano y lo ominoso, el gesto mínimo que esconde el abismo. Es cierto —como bien dices— que el terror no está en el estruendo, sino en ese algo que respira calladamente debajo de las cosas.
Tu lectura es un regalo raro: lúcida, generosa y valiente. Y lo más bello es que hayas notado la ética del detalle. Porque sí: pan, vino, pala, silencio… y el gato. Todo estaba allí desde el principio.
Un abrazo agradecido,
Isidora 🍷🍷🍷🍷🍷
Yo soy la que quedo agradecida por tus lindas palabras.
Poetas somos...
Un abrazo,
-LOURDES
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