JUAN, EL ESQUIZOFRÉNICO – Parte III (Se desata el horror)

JUSTO ALDÚ

JUAN, EL ESQUIZOFRÉNICO – Parte III (Se desata el horror)

 

El viento parecía arrastrar voces aquella noche. En el pabellón psiquiátrico número siete, Juan se mecía en la cama, con los ojos abiertos y una sonrisa leve, como si escuchara un secreto. Habían pasado años desde su primer brote; ya no gritaba, ni rompía los espejos. Pero algo dentro de él seguía girando, una pequeña rueda de fuego que no se apagaba.

 

Decían que estaba mejor. El psiquiatra lo felicitó por sus progresos, su madre lloró de alegría y su padre, cansado, firmó los documentos para su externación parcial. Lo dejarían volver a casa los fines de semana. Nadie sospechó que, detrás de esa aparente calma, se estaba gestando un regreso del caos.

 

Ya en casa, la primera víctima fue el gato del vecino. Lo hallaron tendido, con una flor en el hocico y sin tripas. Nadie relacionó el hecho con Juan, aunque en uno de sus cuadernos, entre poemas y símbolos, había escrito:

“La pureza no soporta tanto ruido. A veces, el silencio es un sacrificio necesario.”

 

Después vino la enfermera del turno nocturno. Juan solía hablarle de sueños, de mundos que se abrían como puertas giratorias. Una madrugada, ella desapareció. En su casillero encontraron un dibujo: dos siluetas unidas por un hilo rojo que se perdía en la nada.

Junto al dibujo había un poema sin firma, escrito con una letra temblorosa:

 

Poema I – “El huésped transparente”

 

Vivo en el eco que deja mi voz,

en la costura invisible del aire.

El mundo es un cuarto sin techo,

y Dios, un espejo empañado.

 

Cuando cierro los ojos, despierto en otra piel,

escucho mis pasos detrás de mí,

y sé que el que camina no soy yo,

sino la sombra que me lleva de la mano.

Abrí la puerta equivocada

y entré en un sueño que me recordaba.

Las paredes respiraban mi nombre,

y el reloj sangraba minutos de infancia.

 

Vi mi sombra durmiendo en la cama,

quise despertarla y fue ella quien habló:

“No temas, Juan, el mundo es tu reflejo,

solo que tú estás del otro lado del espejo.”

 

No estoy loco.

Solo abrí la puerta equivocada

Y alguien entró sin avisar.

 

Juan fue interrogado, pero su expresión tranquila desarmó toda sospecha.

 

—¿Dónde estaba a esa hora, Juan?

—Durmiendo —respondió—, pero en otro cuerpo.

 

Los médicos anotaron “episodio disociativo”, y el caso se cerró.

 

Sin embargo, algo cambió dentro del hospital. Los pacientes lo seguían con la mirada. Algunos murmuraban que Juan no dormía nunca, que caminaba por los pasillos cuando todos soñaban. Otros decían que lo habían visto hablar con las sombras, como si fueran viejos amigos.

 

Una noche de tormenta —la más furiosa del año—, desapareció. Las cámaras mostraron un destello, un cuerpo corriendo por los jardines bajo la lluvia, y luego nada. Se creyó que había muerto al caer al río cercano, pero nunca encontraron el cadáver.

 

Pasaron meses. En una ciudad vecina, una mujer recibió una carta. Venía firmada con un nombre que conocía demasiado bien: Juan González. Dentro, un poema. Su madre, Ana, lo leyó con las manos temblorosas:

 

He vuelto, madre.

No busques el cuerpo que dejé en el río,

porque el agua no borra, solo disfraza.

Soy el sueño que se niega a morir,

el eco que respira en las paredes del ático.

 

Junto a la carta había otro texto mecanografiado, uno que Ana reconoció al instante: era de los que Juan había escrito durante sus días en el hospital.

Era el poema que, sin saber cómo, había terminado en manos del jurado del concurso nacional de literatura surrealista.

Lo leyó una vez más, con la misma mezcla de orgullo y horror:

 

Poema II – “Sombras que se peinan al amanecer”

 

Hay un espejo en el que me miro y no aparezco.

Detrás del vidrio alguien parpadea con mis ojos.

La luna guarda mi aliento en frascos de formol,

y los relojes sangran minutos que no existen.

 

Yo mato lo que amo para que no me abandone,

dibujo ataúdes con crayones infantiles,

beso la frente del miedo,

y lo llamo hermano.

 

Todo es mentira,

menos el dolor que huele a infancia mojada.

 

El jurado lo había calificado de “genialidad poética”, una exploración lúcida del inconsciente. Nadie imaginó que aquellas líneas no eran una metáfora, sino el testimonio fragmentado de una mente que había cruzado el límite.

 

Fue entonces cuando los investigadores retomaron su búsqueda.

Una pista los condujo, insólitamente, a su propia casa. Habían revisado cada habitación sin hallarlo. Pero Ana juraba sentirlo cerca. Decía oír pasos en las noches, o un leve crujido sobre el techo. El padre, resignado, lo atribuía al viento.

 

Hasta que un agente, movido por una corazonada, subió al ático.

Encontró una colchoneta, cuadernos apilados y un espejo cubierto con una manta. En el cristal, escrito con lápiz labial, se leía:

 

“Estoy aquí, mirando desde adentro.”

 

El aire del lugar olía a humedad y tinta. Todo parecía detenido, como si el tiempo mismo temiera respirar.

Jamás lo encontraron.

Pero cada tanto, al caer la lluvia, Ana decía escuchar un golpecito leve, justo encima de su habitación.

Y juraba, con los ojos llenos de lágrimas, que era su hijo, llamándola desde el otro lado del sueño.

 

JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025

  • Autor: JUSTO ALDÚ (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 17 de octubre de 2025 a las 00:08
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 1
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