JUAN, EL ESQUIZOFRÉNICO

JUSTO ALDÚ

"No quería hacerles daño, solo matarlos"

 Palabras de Berkowitz, asesino en serie,

New York, 1979, afirmó que el perro de su vecino

Harvey, le dio instrucciones para los asesinatos.

 

Ya dentro del sueño, el panorama se aclara. Desde niño, Juan González miraba distinto. No es que viera cosas extrañas, sino que veía de otra manera. Cuando los demás niños jugaban a patear un balón, él lo contemplaba girar como si dentro del cuero viviera una galaxia diminuta. Su madre, Ana, lo llamaba “soñador”, mientras su padre, Roberto, murmuraba que “ese muchacho anda siempre en la luna”.

 

Su nacimiento no fue sencillo: parto complicado, el cordón enredado al cuello, y un llanto que tardó más de lo esperado. Los médicos tranquilizaron a Ana, pero aquella breve asfixia se quedó como una sombra en la historia familiar, una sombra que con los años crecería. En casa se respiraba cierta tristeza heredada: un tío que “perdió la razón”, una abuela que hablaba con las paredes. Cosas que la familia callaba con pudor.

 

De pequeño, Juan era un niño brillante. Aprendió a leer antes que sus compañeros, memorizaba fechas, fórmulas, canciones enteras. Pero algo en su mirada se desajustaba.

 

Cierto día llevaron un periquito a casa. Juan lo veía con asombro, observando cómo el ave volteaba su cabeza una y otra vez. Ana le explicó que lo hacía para limpiar su plumaje. Al día siguiente, el perico amaneció muerto. Al preguntarle a Juan qué había pasado, él respondió con inocencia implacable:

—Me mintieron. Le di dos vueltas a su cabeza y no respondió más.

 

Aquel episodio, contado entre susurros por la familia, quedó suspendido en el aire como una advertencia temprana: la curiosidad de Juan no distinguía entre el asombro y el peligro.

 

Había días en que no quería salir de su habitación porque decía que la casa respiraba demasiado fuerte. En la escuela, los profesores notaron su distracción, sus dibujos extraños —figuras humanas sin rostro, edificios torcidos bajo lunas negras—, y recomendaron a los padres una evaluación psicológica. Ana se resistió. “Es su imaginación, nada más”.

 

La adolescencia lo encontró frágil y distante. El cuerpo crecía, las hormonas se agitaban, y dentro de su mente algo empezaba a desordenarse. Dormía poco, comía menos, y escribía páginas enteras con frases inconexas que llamaba “mensajes del aire”. En el colegio, sus notas se desplomaron. Un maestro intentó hablarle y Juan le respondió con una pregunta absurda:

—¿Usted también oye los zumbidos del cielo?

 

El padre, cansado y confundido, atribuyó todo a la rebeldía. Pero la madre comenzó a temer. Recordó las historias familiares, los silencios de la abuela, los días en que su hermano mayor se encerraba a rezar frente a una pared vacía. “Tal vez —pensó— la sangre trae ecos”.

 

En su entorno, los factores externos no ayudaban: el barrio era ruidoso, la escuela exigente, y la casa, un campo de discusiones diarias. Ana trabajaba turnos dobles en un hospital; Roberto bebía para olvidar los turnos de fábrica. Juan, en medio, flotaba entre el abandono y la sobreprotección. Los domingos, cuando sus padres discutían, él subía al techo y se quedaba mirando el horizonte, convencido de que las antenas transmitían mensajes cifrados solo para él.

 

A los diecisiete años, tras un período de insomnio prolongado y ansiedad, Juan empezó a mostrarse distinto: hablaba solo, se reía sin motivo, se mostraba paranoico. Una noche despertó a sus padres gritando que alguien lo observaba desde el espejo. El padre, alarmado, lo abofeteó para “despertarlo del susto”. Pero Juan no reaccionó: solo miraba el reflejo como si allí viviera otro.

 

Fue entonces cuando acudieron, por primera vez, al médico. El psiquiatra que los atendió —un hombre sereno, de voz lenta y ojos de vidrio azul— escuchó pacientemente el relato de Ana y tomó nota. Luego observó a Juan, que permanecía en silencio, los ojos vagos, las manos entrelazadas. Le pidió que describiera cómo se sentía.

—No soy yo el que habla —respondió Juan—. Hay otro dentro que dicta las palabras.

 

El médico asintió con una calma casi ritual. Ordenó una serie de estudios: análisis neurológicos, pruebas de laboratorio, evaluaciones psicológicas. Explicó que no era un asunto de locura repentina, sino de desequilibrio, de predisposición genética activada por el estrés, el aislamiento, los cambios hormonales. “La mente —dijo— es como un tablero de luces: si un cable se recalienta, todas las bombillas parpadean.”

 

El diagnóstico inicial fue trastorno esquizofreniforme, una forma preliminar que, con el tiempo y la persistencia de los síntomas, podría evolucionar hacia esquizofrenia. Ana lloró. Roberto, en cambio, preguntó si era culpa de la crianza. El médico negó con suavidad: “No hay una sola causa. La genética predispone, pero el ambiente enciende la chispa.”

 

JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025

  • Autor: JUSTO ALDÚ (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 15 de octubre de 2025 a las 00:08
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 3
  • Usuarios favoritos de este poema: Antonio Pais, Tommy Duque
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