EL HOMBRE DE LA CALLE ANGOSTA
(Antesala John el esquizofrénico)
«Vamos por partes».
Frase atribuida a Jack "el destripador"
Todo inicia con un hombre caminando por una callejuela como cualquiera en una ciudad donde nos confundimos con el paisaje de piedras, adoquines mojados por la lluvia y paredes sucias por el tiempo y los chismes.
No corre. Camina con paso firme, casi ritual, bajo la llovizna que convierte la noche en un espejo trizado. Las farolas apenas iluminan los muros húmedos; hay charcos que respiran vapor y un gato que observa desde la distancia, con el mismo asombro con que se mira una tragedia.
El hombre viste una camisa blanca —o lo que alguna vez fue blanca— ahora teñida de sangre seca. El aire huele a hierro, a óxido y cansancio. En su mano derecha, apretado con fuerza, brilla el filo de un cuchillo de carnicero que refleja la luna como un ojo vigilante. No parece tener prisa, pero tampoco rumbo. Solo avanza, arrastrando las suelas por el empedrado como quien vuelve del infierno.
Al llegar al final de la calle, una puerta de madera oscura le sale al paso. Un letrero oxidado cuelga torcido sobre ella: Bar La Esperanza. Empuja la puerta. Dentro, el humo y las luces amarillentas deforman las caras. El murmullo de vasos y conversaciones se apaga de golpe, como si alguien hubiera desenchufado el sonido del mundo.
Él entra sin mirar a nadie. Avanza despacio, las gotas de agua cayendo desde su cabello hasta el suelo, marcando un pequeño camino de humedad y sangre. Los presentes lo observan con ese silencio denso que solo tienen las películas antiguas antes del disparo. Se sienta en un taburete frente a la barra.
El cantinero, un hombre gordo de bigote inquieto, lo mira con la prudencia de quien se asoma al abismo. El recién llegado deja caer el cuchillo sobre la madera. El sonido metálico resuena como una campanada fúnebre. Algunos clientes se levantan y salen sin decir palabra.
El hombre no pide nada. No habla. Su mirada está perdida entre las botellas, en algún punto que no existe en el plano visible. Su expresión es ambigua, un gesto entre sonrisa y agonía.
—¿Está bien, amigo? —pregunta el cantinero, apenas un susurro.
No hay respuesta. Solo el zumbido de un neón titilando. El hombre mueve lentamente los labios, pero no sale sonido alguno. Quizá hable con alguien invisible, quizá con la voz que le respira dentro del cráneo.
El cantinero, disimulando el temblor, desliza una mano bajo el mostrador y marca el número de la policía. El teléfono suena como un disparo seco en medio del silencio. Cuando los agentes entran, el hombre no se mueve. Permite que lo desarmen, que lo esposen. Ni siquiera pestañea.
En el trayecto hacia la patrulla, su mirada se posa en algo indescifrable: el reflejo de sí mismo en una ventana. Lo observa como si viera a un extraño, un impostor con su mismo rostro. El policía que lo acompaña se inquieta; dice que el tipo le habló sin abrir la boca, que lo escuchó “adentro”. Nadie le cree.
En la estación, lo interrogan.
—¿Nombre?
Silencio.
—¿Dónde consiguió ese cuchillo?
Nada.
—¿Sabe que hubo un homicidio esta noche?
Los ojos del hombre tiemblan un segundo, apenas un parpadeo.
No lleva papeles, ni cartera, ni rastro de identidad. En el registro policial queda anotado como “Sujeto NN”. Lo sientan frente a un escritorio. Un agente cansado le ofrece agua. Él no la toca. Solo observa el reflejo del vaso como si adentro se agitara algo vivo.
Un oficial irrumpe en la sala con un informe urgente con la noticia que todos conocían.
-Hay un crimen en la zona norte: una pareja asesinada en su casa fue literalmente seccionada a cuchilladas y acostada cuidadosamente en su cama. Cada parte en su lugar. Los detalles coinciden. Cuchillo de carnicero, múltiples heridas, sin robo aparente.
El silencio que sigue es de plomo.
Lo encierran en una celda mientras deciden qué hacer con él. Dentro, el aire está espeso, inmóvil. La bombilla del techo titila como un ojo cansado que no logra mantenerse abierto. El hombre se acuesta en el camastro de hierro y cierra los ojos.
Uno de los guardias, intrigado, se asoma y jura que el detenido sonríe mientras duerme.
—Debe de estar soñando —dice, encogiéndose de hombros.
Lo que no sabía, es que no era un sueño corriente. Era una regresión. Un descenso. Una puerta que se abría hacia el fondo mismo de su mente.
Toda su vida pasaba ante él como una cinta de celuloide gastada, con destellos, sombras y voces que no eran suyas.
Nosotros (ustedes y yo, aunque es mas exacto decir el que narra y sus lectores) no quisimos interrumpirlo.
Simplemente nos adentramos en su sueño, saltamos dentro de él y vimos lo que él veía. Sentimos el vértigo de caer en su memoria y presenciamos cómo comenzó todo.
JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025
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Autor:
JUSTO ALDÚ (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 13 de octubre de 2025 a las 23:54
- Comentario del autor sobre el poema: La esquizofrenia es un trastorno mental complejo que altera la percepción de la realidad. Quien la padece puede experimentar alucinaciones, delirios, pensamientos desorganizados y dificultades para distinguir entre lo real y lo imaginario. No implica “doble personalidad”, como a veces se cree, sino una fragmentación de la mente que afecta la forma de pensar, sentir y comportarse. Es una condición crónica, pero tratable, que requiere apoyo médico, terapéutico y social. (Wikipedia)
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 7
- Usuarios favoritos de este poema: Antonio Pais, Alma Eterna, Lualpri
Comentarios3
Increíble....por un momento sentí la humedad y el olor que emanaba de aquel hombre...
Magnífico, gracias por compartir
Tengo un pensamiento de la esquizofrenia muy distinta a los médicos aun así prefiero guardármelo y no exponerlo aqui. Me pareció una historia muy real y no sé si lo dije...adoro los cuentos, abrazo alado Justo.
Hola Justo, te dejo un abrazo y gracias por tus letras.
Buenas noches.
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