La tarde asomaba lluviosa tras el cristal del Keens Steak house de Nueva York. En el reservado extremo del salón, resonaba la animada charla de un grupo de ejecutivos, que elevando sus copas de champagne, celebraban el cierre de un jugoso acuerdo con una poderosa empresa Alemana. Sentado al centro del festín, un hombre de unos cuarenta años y aspecto distinguido, escudriñaba la pantalla del teléfono, que discretamente había preferido mantener a la altura del regazo. Algo de aquel inesperado texto pareció inquietarle, y decidido a ocultar el mal momento, esgrimió la sonrisa de antes a los eufóricos colegas. En tanto el aroma de los habanos envolvía la engalanada mesa, donde un mozo depositaba elaborados platillos, que con extrema frialdad extraía de una reluciente charola que hacía flotar a la altura del hombro. Afuera la gente cruzaba de cuello cubierto la quinta avenida, repleta de vidrieras sugerentes. El metálico flujo de los autos iba y venía bajo el verde guiño de los semáforos, sitiados por el ocacional soplido de las bocinas, y el tumultuoso paso de los transeuntes, forrados hasta las orejas. Los rascacielos con sus vidrios iluminados, formaban una densa constelación, ya sumergida en la gélida neblina del anochecer. A las afueras del bullicioso Manhattan, un Bugatti color vino aminoraba la marcha frente a las puertas de una imponente mansión. Al volante del lujoso auto, aquel distinguido señor, que horas antes presidiera la celebración en el keen Steak House. Tal como los de su larga estirpe, Samuel Scott vió la luz en aquella amurallada propiedad de los suburbios. Una legada fortuna familiar, le ayudó a superar con creces los escoyos de su primer emprendimiento como hombre de negocios. Desde la ventanilla del auto, su mano voló hasta el pulido panel de la entrada. La pesada reja le fué cediendo el aire usual de aquellos previos, donde un séquito de agudos cipreces, le escoltó por la angosta calle de piedras. Rumbo al recodo final, un perfumado mar de flores blancas abraza la adoquinada rotonda de la fuente. Ya fuera del auto, el señor Scott se acomodó el pesado abrigo sobre los hombros, y con el portafolios colgando de su diestra, subió la empedrada escalinata que le asercó a la gran puerta de roble.
Cruzando el recibidor, dejó sobre un estante el preciado portafolios. Subió a la habitación y allí se despojó del saco. Desabotonó sin prisas la camisa, que luego abandonó sobre el mullido pie de cama. Ya se había quitado los zapatos, cuando se aproximó a las cristalinas puertas de un empotrado armario. Durante años, había logrado reunir en aquel mueble una valiosa colección de armas antiguas. Bajo el cruzado acero de dos espadas de duelo, descansaba aquella pieza única, de hoja prominente y filosa. Acariciando el repujado mango de oro, desmontó la pesada daga del estante. Sopesó de golpe todo cuanto había logrado alcanzar a sus cuarenta años. Le castigó el recuerdo de antiguas rencillas, ésas que consiguió apagar a pulso de sobornos. El insospechado mensaje que recibiera en plena celebración, continuaba arrinconándole. La frialdad de la daga en su mano, volcó de pronto una corriente de fuego en su carne frágil como hoja seca. Mezclado al desgarrante dolor, le invadió un escalofrío extremo que le llevó a apretar los dientes en aquel amordazado grito. Sintió el trayecto de una lágrima caer de su rostro a la abundante brecha del abdómen. Tambaleante, dejó caer la masiza daga sobre la ahogada madera del suelo, y en respuesta, un hilo de sangre le salpicó a la altura de la rodilla. Nervioso, se giró a la mesilla de noche, hurgó los cajones en busca del teléfono y justo en ese instante, el sepultado timbre irrumpió en el silencio de la estancia. Con seguridad había olvidado el teléfono en la planta baja de la casa. Intentó incorporarse para ir en su busca, y supo que ya no le quedaban fuerzas suficientes para bajar la tortuosa escalera. Impotente ante la imposibilidad de alcanzar aquel mendrugo de auxilio, se descargó a golpes sobre el suelo ensangrentado. Luego de timbrar una y otra vez, el teléfono terminó hibernando en las profundidades de aquel portafolios, aparcado en el recibidor.
El parpadeo del relámpago desveló las fibras mas profundas de la estancia. Entre el grave redoble de los truenos, y la lluvia arremetiendo en los cristales, le llegó el crujido de fuertes pisadas atravesando el pasillo. Aquellos pasos solo podían pertenecer a una criatura monstruosa, ávida de aniquilar al incauto capaz de cruzarse en su camino. Arrastrándose entre los charcos de su propia sangre, Samuel Scott resolvió ocultarse de aquello, que desde el otro lado hacía estremecer el pomo del picaportes. La puerta acabó por ceder y una torpe criatura de aspecto escamoso asomó en la habitación. La afilada cabeza mostraba una franja ósea de color oscuro, que en afiladas protuberancias viajaba la zona posterior del cuello, y a lo largo del lomo verdoso. Los cuencos de los ojos enarbolaban dos rojas esferas, que hacía girar con la misma singularidad con que mira un camaleón. Los rasgados orificios nasales daban paso a una viperina lengua, que asomaba y desgajaba velozmente entre las mandíbulas, armadas de afilados colmillos. Tras las planicies de los hombros asomaban los cenizos vástagos de sus alas, mientras el nudoso abdómen desplegaba seis largos tentáculos, que iban y venían en caprichosas trayectorias. Sus ancas de afiladas garras, arrastraban aquella pesada cola que arañaba el fino tabloncillo. Tras el arco de una mampara, Samuel Scott avistó aquella sustancia que desde el lomo de la criatura, goteaba sobre la agrietada madera del suelo. Pronto aquel manto lechoso envolvió la habitación. Desorientado por la intensa neblina, Samuel Scott fué retrocediendo hasta quedar de espaldas contra la pared. A duras penas alcanzó distinguir los objetos próximos a él. Aterrado, aferró con todas sus fuerzas las sanguinolentas manos a la mampostería. El hondo quejido de la madera retumbó en la habitación, mientras la densa neblina recortaba el oscuro destello de aquel gárfio, a punto de traspasarle el pecho. La bestia le acorraló con sus ojos de fuego, cargando el mas brutal de los ataques. Pronto el resplandor de la pieza mudó a una absoluta sombra, cuando el ruedo de unas alas enormes se le vino encima. La embestida trincó agudas garras en su carne barrida por los aires. A duras penas alcanzó cubrirse los ojos, cuando el gran cristal de la ventana saltaba en pedazos al momento de la fuga. A sus pies el suelo se desdibujaba tras la creciente sombra. Atrás dejaba el naufragio de lo que durante siglos, fuera el esplendoroso abrigo de su larga estirpe. Un llanto sin nombre le asomó a los ojos, cuando el manto lumínico de los rascacielos, desapareció en la absoluta oscuridad. Samuel Scott elevó la mirada al acompasado golpe de aquellas alas enormes. El viento arrebataba una destelleante flema a las fauces del monstruo, que a un enconado sacudón de cabeza, acribilló la oscuridad con la pesada emulsión de sus fauces. Vulnerable en las garras del monstruo, Samuel Scott fué alcanzado por aquella ráfaga pegajoza que le cruzó la boca y parte del cuello. Una leve ceniza le embadurnó los hombros, y cuando en medio de una maldición elevó la mirada al satánico monstruo, supo que éste ya no estaba. En su lugar halló la inmensidad del cielo y una plateada luna llena, que lejos de iluminarle le helaba los huesos en aquella caída al vacío. Gritando desesperadamente descendió envuelto en aquella absoluta oscuridad. Advirtió que su grito era inútil, pues no lograba emitir sonido alguno, solo el abismo multiplicaba los aullidos del viento. Sintió de pronto el ataque de un vértigo implacable, que lo redujo al punto de devolver todo cuanto había ingerido en la copiosa cena. Entre el golpeteo del viento llegaba aquel hedor que le empujaba a pensar lo peor. Pronto la acción de la inercia arrastró aquel soterrado deshecho hasta la holgada faja del pantalón. Parte de sus eses voló a incrustarse en la hondura de la espalda, mientras el carril de orina que le flagelaba la barbilla, trepándole la frente se internó a toda velocidad en la torturada madeja de sus cabellos.
Allá un cargado nivel del abismo, pareció tomar de pronto el control de todo cuanto asomaba a sus dominios. Samuel Scott advirtió como los aullidos del viento se iban apagando, dando paso a una inquietante calma. Una desconocida fuerza fué atenuando los tirones propios de la caída. Sin evitar la terrible idea del fin, Samuel Scott llegó a experimentar algo de alivio en medio de aquel efecto, que hacía mermar notablemente la acción de la gravedad. Descartó por un instante la imágen de su cuerpo, estrellándose sobre agudas rocas, tragado por el remolino de las aguas enfurecidas, o devorado por el mismo fuego del infierno. Comprendió que aquél, ya no sería su final, y resignado a seguir su lento desenso a la nada, se halló de pronto varado en la vasta oscuridad. Procuró de mil maneras romper aquel diabólico paréntesis. Sacudió piernas y brazos sin lograr desligarse un milímetro de aquel extraño limbo que ahora le neutralizaba sin remedio. Tironeado por un lejano reflejo, volvió el rostro a lo que simulaba ser un interminable corredor. Allá una fuerza brutal lo empujó a sobrevolar los renegridos muros de aquel reino, donde un diabólico dios asomaba sus ojos de fuego. En la lobreguez de aquel amplio salón, nada parecía esbozar una bocanada de aliento. Con cierta libertad, Samuel Scott rememoró el cursi suspiro del apego, la risa de lejanas celebraciones, hasta la queja en el dolor de estar vivo. Ya se disponía a desechar lo que antes diera sentido a su existencia, cuando una fosforescente cruzada de espectros casi lo atropella al pasar. El cetrino amasijo de cuerpos se arremolinó a los pies de un elevado trono de ébano, donde Abaddon era alabado con ritos, orgías y sacrificios. Samuel Scott quiso escapar de los excesos de aquel reino, y una vez mas aquella oculta fuerza lo redujo a su estado levitante. Una llama verdosa dibujaba a sus pies un desvencijado féretro, donde una minúscula criatura de prominente cabeza y alargada funda pulposa, giraba enredada en la carroña del cadáver. Sintió sobre su estómago el áspero contacto de un tejido, deslizándose con la misma cadencia de un reptil. Ganando la baja espalda, le escaló a los hombros, de donde resbaló buscando la zona del abdómen, para luego desaparecer sin dejar rastro. Como ensayando inconexas posturas ante un espejo, Samuel Scott tuvo la amarga impresión de verse reflejado en la siniestra imágen que tenía delante. Se llevó las manos al rostro que palpó extraño, y en un desgarro infinito, reconoció como suyos los giros del gusano.
En tanto un tímido soplo de luz, germinaba en la profundidad de aquel paraje estéril. La débil luz derivó en una espiral resplandeciente, que a vivas rondas desvelaba el suelo oculto en las sombras. Atadas a un remolino lumínico, las finas partículas de luz moldearon una híbrida criatura de plantas membranosas y escarchados hombros. El rostro vacío, buscó en las alturas el pulso de un orbe agazapado. En la transparencia de su cuerpo se avistaba el amarillento espinazo, incorporándose tras el lumínico tránsito de millones de partículas. Aquel extraño alumbramiento hizo retroceder hasta la misma sombra, que pronto se esfumó en la incipiente claridad. A paso trabajoso, la criatura penetró el encumbrado valle, tan rebuscado como colores en la paleta de un pintor. La brisa viajaba del suelo hasta las copas de aquella abundante vegetación, mientras del encumbrado cerro que bordeaba el camino, manaba un cristalino salto que regaba el verde suelo adoquinado. Aquí y allá, le coronaban islas de afelpadas flores, que a razón del aire, parecían permanecer en eterna reverencia bajo el cielo despejado y tibio. La luz de aquel astro absoluto, arreciaba en hombros de la criatura, develando en el rostro afilado por la velocidad, un vago rasgo de Samuel Scott, aquel atribulado Samuel Scott que desapareciera sin dejar rastro, aquella tarde lluviosa al otro lado.
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Autor:
Syol * (
Offline)
- Publicado: 14 de octubre de 2025 a las 14:02
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 15
- Usuarios favoritos de este poema: Carlos Baldelomar, Mª Pilar Luna Calvo, Antonio Pais, Mauro Enrique Lopez Z., EmilianoDR, MISHA lg
Comentarios2
Que historia tan bien narrada poeta Syol.
Por mucho tiempo recordaremos a Samuel Scott.
Me ha gustado mucho.
Saludos 👋
es intensa , en verdad la historia de Samuel Scott, poeta
gracias por compartir
El rostro vacío, buscó en las alturas el pulso de un orbe agazapado. En la transparencia de su cuerpo se avistaba el amarillento espinazo, incorporándose tras el lumínico tránsito de millones de partículas. Aquel extraño alumbramiento hizo retroceder hasta la misma sombra, que pronto se esfumó en la incipiente claridad. A paso trabajoso, la criatura penetró el encumbrado valle, tan rebuscado como colores en la paleta de un pintor.
besos besos
MISHA
lg
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