Gitanilla de giralda y luna

Leoness

En la Feria de Abril, bajo el celeste palio,

donde el vino de Jerez tornaba la tarde en áureo rito,

mis ojos vieron una forma de mármol y de lirio

cuyo porte evocaba a Venus o a Diana de los efesios.

En el efímero Edén de oropel y de terciopelo,

eras, joven amiga, un ánfora de gracia y de candor:

tu falda, rojo capuz, era la flor del fuego,

y el clavel en tu sien, divinidad del sol.

 

No una ninfa de Chipre, sino el alma de un mito andaluz,

con el garbo gitano de un pavo real en el baile;

y al son de las guitarras, de trémulo albor,

me dijiste con voz de seda y de claro azul:

«Danza conmigo, oh, peregrino de la torre bizarra,

que la vida es un instante, y la amistad, el oro que se da».

Y en el ruedo de la tabla, con un desdén que inflama,

tu tacón era el ritmo, y tu espíritu, la mar.

 

Oh, sinestesia de un momento ebúrneo y jovial,

donde la gracia olía a jazmín y a sal en tu atrevido giro.

Tu belleza, sensual y vivaz, cual vino antiguo y real,

era un cisne que boga sobre un divino suspiro.

Y aún hoy, que los faroles de la fiesta están mudos,

y el tiempo, ese fauno cruel, sujeta con sus lazos,

persiste el noble don de aquellos fraternos nudos,

tu amistad me ilumina con sus largos y cristalinos brazos.

¡Que el divino arte nunca cese tu ardor!

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