En un pequeño rincón del mundo,
vivían dos almas cansadas pero firmes,
una madre con manos que curaban silencios,
y un padre con mirada que tejía esperanzas.
No tenían mucho,
más que un techo que crujía con el viento,
y un sueño que se encendía cada noche
cuando sus hijos dormían entre suspiros y cuentos.
El amor no se hablaba, se hacía:
en los platos servidos primero a los niños,
en las madrugadas frías donde el padre salía,
y en las noches donde la madre cosía
las ropas gastadas… y los días rotos.
Un día el hambre tocó la puerta,
pero ellos, tercos de amor,
hicieron fiesta con un pan y un abrazo.
El padre dijo: “No hay dolor que dure
si los veo reír aunque el alma pese.”
Y la madre respondió: “Mientras los tenga,
no hay sombra que no pueda encenderse.”
Los años pasaron como hojas en río,
los hijos crecieron, volaron lejos,
dejando tras de sí risas guardadas
en los rincones del patio y la memoria.
Pero el amor no se fue,
solo cambió de forma:
ahora viajaba en llamadas,
en cartas dobladas,
en fotos viejas donde aún brillaban los cuatro.
Y cuando el padre envejeció,
y la madre ya peinaba el tiempo,
miraron el cielo y dijeron bajito:
“Lo logramos… los criamos con amor,
y el amor nos crió a nosotros.”
Porque el hogar no era la casa,
ni el pan, ni los muros…
Era el movimiento eterno del cariño,
ese que no se apaga aunque el cuerpo se rinda,
ese que camina —siempre—
donde caminan los hijos.
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Autor:
Luis de leon (
Offline)
- Publicado: 5 de octubre de 2025 a las 23:46
- Categoría: Amor
- Lecturas: 9
- Usuarios favoritos de este poema: alicia perez hernandez, Henry Alejandro Morales, Mauro Enrique Lopez Z., El Hombre de la Rosa, Alma Eterna
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