"Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté."
El Túnel, Ernesto Sábato
Lo condujeron por un pasillo que olía a café recalentado y expedientes. Donald caminó como quien va a una ceremonia y conoce el libreto: mirada neutra, pasos mesurados, sonrisa apenas insinuada, la gracia calculada de quien quiere ser juzgado y, a la vez, recuperar el derecho de escribir su propia sentencia. En la sala, las sillas olían a plástico envejecido; la luz, a fluorescente sin piedad. Andrés O. estaba allí, cruzado de piernas, libreta en mano, ojos que registraban cada tic como si fueran pistas de un crimen mayor: la naturaleza humana.
El encuentro fue un choque de superficies: el periodista que necesita palabras y el prisionero que vende silencios como si fueran piezas de colección. Donald habló con voz medida, ofreciendo la versión en la que todo era culpa ajena: voces que no le pertenecían, sombras que le hablaban con acentos ajenos, una ciudad que lo había llamado a ser su escudo. Pero entre las frases hubo destellos distintos: una precisión en la elección de términos clínicos, una afectación de arrepentimiento que olía más a cálculo que a remordimiento.
Andrés anotó. No escribió solo lo que dijo Donald; escribió lo que quiso escuchar: la posibilidad de que aquel “centinela” fuera, en efecto, un actor que dominaba la escena. En la mente del periodista, el relato tomaba nuevos contornos: ¿era Donald un manipulador puro o un hombre enredado en su delirio? La pregunta le importaba no por la búsqueda de justicia, sino porque las buenas historias rara vez se contentan con certezas.
Mientras la declaración se extendía como una partida de ajedrez, un doctor observaba desde el umbral, sus gafas frías como bisturíes. En sus manos llevaba la ficha que podría cambiar el tablero: una nota clínica, una recomendación. Donald sabía que aquel hombre podía ser su puente. Le entregó el discurso que el médico esperaba: fragmentos de confusión, episodios de pérdida de tiempo y un toque —solo un toque— de fragilidad humana. Era la palanca necesaria para pedir el traslado que él deseaba.
La prensa, la policía y la medicina se entrelazaban en un baile de miradas que Donald coreografiaba con la sutileza de quien sabe que las libertades grandes se compran con concesiones pequeñas. Y así, mientras Andrés dibujaba en su libreta la anatomía de un monstruo que hablaba como un intelectual, Donald trabajaba su próxima jugada: volver al hospital, ganar privilegios, esperar la noche adecuada y recordar que las ciudades son laberintos que siempre perdonan a los que saben pedir perdón con la voz equivocada.
La historia no terminaría esa madrugada. Las piezas habían sido movidas. Quedaba el silencio antes del golpe final.
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El hospital psiquiátrico lo recibió como recibe una institución a un expediente: con frialdad burocrática y protocolos que intentan contener lo inasible. La camilla chirrió en el traslado y los enfermeros lo depositaron en la sala de observación como si descargaran una caja de cristal. Donald agradeció con sonrisa tímida, el gesto que más confiabilidad podía prestar a su máscara.
En la primera evaluación, la doctora Jiménez, psiquiatra de guardia, escribió en su informe:
Nota clínica 01. Paciente masculino, 37 años. Presenta discurso estructurado, sin evidencias formales de desorganización. Refiere episodios de confusión y voces imperativas, pero sin correlato conductual aparente. Se detecta posible simulación. Sugerencia: observación extendida, entrevistas repetidas y pruebas psicométricas.
Al día siguiente, el doctor Salazar, más escéptico, dejó constancia:
Nota clínica 02. El paciente responde con excesiva precisión a términos psiquiátricos. Utiliza jerga médica que no corresponde con un cuadro espontáneo. Se recomienda descartar simulación de psicosis. Sin embargo, sus relatos poseen matices emocionales convincentes, lo que hace la evaluación compleja.
Entre los pasillos se rumoraba. Un residente murmuró a otro:
—Ese hombre habla como manual abierto. No parece enfermo… parece profesor.
—O actor —contestó el otro, recordando que, en psiquiatría, los mejores simuladores casi siempre son los que conocen al público.
Donald escuchaba esas dudas con el mismo deleite con que un ajedrecista contempla la incomodidad de su rival. Cada examen era para él un escenario: mostraba un temblor breve en las manos, alzaba la vista como si persiguiera sombras en el techo, añadía pausas que imitaban vacíos de memoria. La mitad de los médicos dudaba, la otra mitad se convencía.
En esa tensión encontró el resquicio perfecto. Una mañana, mientras un enfermero novato reorganizaba los insumos del área de procedimientos, dejó abiertas unas cajas sobre el mesón metálico. Donald, en su paseo controlado por el pasillo, observó lo suficiente: viales de fentanilo, ordenados como si fueran fichas de dominó en espera.
La sala médica del psiquiátrico no era un mito: un vestigio de hospital general, con un pequeño carro de emergencias que guardaba, entre jeringas y sueros, un par de viales de fentanilo para crisis somáticas. Llegaban por si acaso: operaciones menores, dolor agudo, una habitación que gritaba por auxilio físico aparte del delirio.
Esperó un punto ciego de las cámaras y se activó. El instante fue breve, casi invisible. No hubo herramientas ni trucos —solo paciencia en estado puro—Una charla con sonrisa, un ademán de manos que distrajo al enfermero, y con la calma de quien recita un salmo, tomó lo que necesitaba en segundos Donald deslizó dosis líquidas hacia la cafetera de uso común. Movimientos limpios, casi domésticos: levantar, verter, cerrar. El aroma del café cubriría cualquier sospecha.
De vuelta en la sala, acomodado en su silla de entrevistas, Donald se aferraba al mismo silencio amable con el que engañaba a todos. Nadie notó su mirada iluminada por dentro, un resplandor íntimo, perverso: el pensamiento de cómo aquel hospital entero saborearía la muerte disfrazada de rutina. Una taza tras otra, labios calientes, sonrisas cansadas después de un turno largo. Y luego, el sopor definitivo.
Al concluir la jornada, el dictamen provisional fue escrito:
Informe preliminar: Paciente requiere evaluación ampliada. Existe sospecha de trastorno facticio con rasgos psicopáticos. Se recomienda traslado nuevamente a custodia carcelaria en espera de valoración integral.
Lo devolvieron a la cárcel provisionalmente mientras se aprestaba el informe, viajó en la misma furgoneta en que había llegado, esposado, pero con la carcajada invisible latiendo en su garganta. Se reía para adentro, como quien disfruta un secreto macabro. El eco de ese pensamiento lo acompañaba: cada sorbo será mi firma invisible en su tráquea.
La ciudad no lo sabía aún, pero en algún lugar del hospital una cafetera estaba cargada de su voluntad.
JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025
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Autor:
JUSTO ALDÚ (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 4 de octubre de 2025 a las 06:04
- Comentario del autor sobre el poema: El pasaje se mueve como un expediente narrado con la frialdad de los informes clínicos y la tensión de una novela negra. Entre luces frías y olor a café recalentado, Donald despliega su arte de prestidigitador moral: seduce a la prensa con silencios, manipula a los médicos con síntomas prestados y siembra en el hospital un veneno cotidiano que huele a rutina. Lo inquietante no es solo su estrategia, sino la manera en que convierte cada mirada en tablero, cada gesto en jugada. Queda un relato denso y siniestramente elegante, donde la locura se confunde con actuación y la muerte con el acto doméstico de preparar café.
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 35
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Comentarios5
Ese hombre habla como manual abierto. No parece enfermo… parece profesor.
—O actor —contestó el otro, recordando que, en psiquiatría, los mejores simuladores casi siempre son los que conocen al público.
Hola Justo...
Esa parte tiene gran similitud con la historia que me tocó vivir hace años.
Hechos que te llevan a pensar en una cosa y terminan siendo otra.
Interesante tu relato.
Gracias, un abrazo y buen sábado!
Me haces el día, con solo leer tu comentario mi hermano. Significa que llegó y se identificó con el lector.
Estoy muy agradecido.
Saludos Luis, un gran abrazo también.
JUSTO
Cuídate!
No escribió solo lo que dijo Donald; escribió lo que quiso escuchar
GRACIAS POR COMPARTIR QUE TENGAS UN BUEN DIA
Gracias a ti por leerme y comentar. Seguramente habrá un magnicidio con ese café con fentanilo.
Saludos
socorroooooooo creo y espero que no se siga con tanto efecto contagio, porque estamos con un pie aqui y otro en el más allá, veo y trato cada vez no contaminarme de la hiperinformación que nos agrede constantemente, saludos
👌👌🙂
Perdón, me detuve porque pensé que se trataba de otro Donald.
Me equivoqué.
Saludos
Si es el que yo pienso debería estar preso, condenado con 36 cargos criminales.
Saludos
Prueba definitiva querido Justo, de que los enfermos mentales están dentro de centros de enfermedades mentales cono autoridades, pero Donald, no era uno de ellos.
Que ingenio el hilo conductor de la narrativa.
Me urgía saber el desarrollo y el plan del protagonista. En ascuas por unos minutos.
Abrazos.
Hola Ellie, gracias por visitar este capítulo de la saga. Me ayudó mi hija con definiciones y lo que observó a su paso por el hospital psiquiátrico haciendo turnos y el libro de Sábato: EL TÚNEL, aunque este difiere un tanto de mi personaje.
En la vida si somos observadores, vemos algunos rasgos que no corresponden a personas equilibradas. Puede que no sean peligrosas o que lleguen a serlo si se descompensan.
Yo por ejemplo tenía un amigo que disfrutaba haciéndole maldades a las jóvenes, pronto descubrí que era Misógino, odiaba a su madre y a las mujeres, tuvo una infancia traumática. Otros pierden el contacto con la realidad, etc. Hay muchos factores y muchas historias.
Me faltan dos entregas, veremos qué pasa con este Donald que envenó el cafe del hospital. Habrase visto!!!
Gracias por leerme y comentar,
Saludos
Hermosa y genial tu bella prosa literaria estimado poeta y amigo Justo Aldú
Saludos de Críspulo desde España
El Hombre de la Rosa
Muchas gracias Críspulo por tu comentario.
Saludos
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