DONALD, PSICÓPATA O PSICÓTICO (Continuación II)

JUSTO ALDÚ

"En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario:

el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia,

mi juventud, toda mi vida".

El Túnel, E. Sábato.

 

Andrés O. llegó al cuartel con la discreción venida a manos de quien ha aprendido que las grandes noticias no siempre golpean la puerta; a veces acechan la última mesa del pasillo y se esconden detrás de un ventanal empañado. Ganador de un Pulitzer que colgaba en su memoria como un medallón inútil, entró con la calma de quien ha visto demasiadas verdades a medio desvestir y aun así sigue creyendo que vale la pena contarlas. Su libreta iba vacía de antemano: la noticia no necesita tinta, necesita oídos que sepan escuchar la respiración de la ciudad.

 

El jefe del cuartel lo recibió como quien recibe a un viejo cliente en una ópera: con pompa, con un gesto que pedía focos. Era un hombre de bigote domesticado, traje como armadura y la costumbre de transformar cualquier suceso en epopeya. Le ofreció a Andrés un asiento y, antes de que las preguntas empezaran a caer como lluvia fina, le sirvió un discurso hecho para titulares.

 

—Hicimos lo que debía hacerse —dijo el jefe, con la voz de quien repite frases a un público que afirma su grandeza—. Nuestras unidades actuaron con celeridad, con disciplina… y con honor. Mencione eso, por favor. Y si me nombra en su columna, haré una aclaración pública: la comunidad puede confiar en nosotros.

 

Andrés lo miró con esa especie de ternura profesional que tienen los que entrevistan a los hombres poderosos: la convicción de que el ego siempre pide propinas. Tomó nota de la petición de ser mencionado en el noticiero como si anotara una línea más en un guion ya leído. Preguntó lo esencial —hora, ruta, procedimiento— y el jefe respondió con exactitud circunspecta, cuidando siempre de dejar fuera el barro que embarraría su “shine”. No ofreció nombres de cámaras, ni detalles de la contención. Le habló de protocolos como si fueran reliquias.

 

Mientras Andrés comprobaba, con la minuciosa desconfianza del que sabe leer entre dientes, que la nota no sería tan jugosa como había imaginado, se filtró la figura de Donald en segundo plano: una sombra con nombre completo, registrada como amenaza, pero presentada por el jefe como una peculiaridad del destino. El jefe se permitió una última pátina de teatralidad y, de paso, le pidió a Andrés, con la mezcla de timidez y soberbia de quien sabe que la prensa forja reputaciones, que lo mencionara en su noticiero. Andrés sonrió por cortesía y por hambre; la primicia inclinaba su cabeza, pero aún estaba lejos de sucumbir al canto de sirena del cuartel.

 

En la celda, Donald trabajaba con la calma de un artesano del desastre. El zorro no se agita en la trampa; la estudia, la lame y aprende la textura del metal. Su plan era un tejido de pequeñas verdades y medias mentiras: con un poco de teatro y mucha cortesía, les diría a los médicos lo que ellos necesitaban oír. Habló para sí como quien afina una voz para el público: “Confusión. Alucinaciones. Suicidio latente. Necesito cámaras, pastillas, cuidados intensivos”. Cada frase era una llave que podía abrir la puerta correcta: un traslado a un hospital psiquiátrico de mayor prestigio y, con él, la comodidad de horarios médicos laxos, visitas, y—no menos importante—escasas medidas de seguridad en los recintos donde la cordura se disfraza de terapia.

 

Había observado a los guardias; conocía sus rutinas, sus vicios minúsculos. Sabía quién fumaba al final del pasillo, quién dormía con la llave en el bolsillo y quién confundía disciplina con orgullo. En su cabeza, las piezas se acomodaban como en un tablero de ajedrez que él jugaba con las manos ajenas. De la boca de cada médico esperaba una palabra que pudiera traducir en privilegio: “psicosis”, “necesidad de evaluación clínica”, “ingreso en unidad cerrada, pero con terapias”. No le disgustaba la idea de volver al hospital; deseaba el hospital porque en la penumbra esterilizada podría hilar sus escapes como un actor que rehace sus líneas hasta provocar el aplauso de la libertad.

 

Un compañero de celda, un hombre de risa fácil y lengua más fácil aún, le lanzó burlas como quien tira migas a un perro hambriento. “Míralo —dijo, con esa crueldad de quien se protege a sí mismo con desprecio—. El gran centinela. Vuelve a nuestras filas para contarnos cómo vence demonios.” Lo decía alto, buscando complicidad en la humillación, disfrutando el espectáculo de la provocación.

 

Donald lo escuchó pensando en el modo más eficiente de absorber la risa y devolverla convertida en silencio. La idea de la almohada le rozó la mente con la frialdad de una posibilidad matemática: esperar a que la respiración se volviera lenta, acercar la tela, ahogar la burla hasta convertirla en un sueño que no despertara. Lo imaginó con la precisión de quien diseña un reloj —el peso, el ritmo, la ausencia de ruido— y por un segundo la violencia fue un procedimiento clínico, limpio y sin residuos morales que lo molestaran.

 

Pero justo cuando sus manos se curvaban en torno al pensamiento, la voz metálica del guardia resonó por la pequeña celda: “Donald Márquez, su presencia en la sala de declaraciones”. Era la orden que interrumpía la premeditación; la ciudad, siempre con su timing cruel, lo llamaba para ser exhibido otra vez.

 

JUSTO ALDU © Derechos reservados 2025

 

  • Autor: JUSTO ALDÚ (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 3 de octubre de 2025 a las 00:32
  • Comentario del autor sobre el poema: Donald, cuya mente se convierte en laboratorio de escape, un estratega del caos que manipula diagnósticos como llaves. La narración sostiene un pulso inquietante, entre la burocracia engalanada y la frialdad calculadora de un psicópata que, aún encerrado, ya prepara el escenario de su próxima fuga. Todo late con una inquietante certeza: lo peor aún no ha ocurrido.
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 8
  • Usuarios favoritos de este poema: Antonio Pais, MISHA lg, alicia perez hernandez
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Comentarios +

Comentarios2

  • MISHA lg

    Donald, es un psicopata..... en tu relato carece de empatía, pero vive en la realidad,

    Donald lo escuchó pensando en el modo más eficiente de absorber la risa y devolverla convertida en silencio. La idea de la almohada le rozó la mente con la frialdad de una posibilidad matemática: esperar a que la respiración se volviera lenta, acercar la tela, ahogar la burla hasta convertirla en un sueño que no despertara.
    un psicótico es el que pierde contacto con la realidad poeta


    besos besos

    MISHA
    lg

  • Jesús Ángel.

    Y así es, la mente puede ser un universo desconocido o la mayor de las jaulas.
    Parece que Donal Márquez, la utiliza para como reflexión, sobre la violencia como algo clínico y sin carga moral,
    hasta que le interrumpe el guardia.



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