ADELANTE

Luis de leon

 

 

Te lo dejo así, abierto, sin barniz. Una historia que se parte en dos: la noche que te fuiste y el día en que aprendí a mirar la herida sin pedir perdón.

 

I

La casa olía a café frío y arrepentimiento.

Tus cosas empacadas como excusas en cajas de cartón;

la foto en la repisa, boca abajo, respirando polvo.

Yo me quedé en los bordes de la puerta,

como quien no se decide a cruzar un juicio,

con el brazo todavía extendido, con la mano vacía.

 

«Resulta que ya nada valgo para ti», me dijiste una vez,

con la voz rota en prestado, como si la verdad fuera un traje ajeno.

Te había entregado la ropa del alma, los silencios, los domingos;

te di mi calendario entero y tus nombres escribí en cada día.

No supe ver las grietas hasta que se hicieron trampas:

pequeñas mentiras, risas en otro idioma, un perfume que no era mío.

 

Estribillo del hueco — poema corto, pero certero:

Adelante. Puedes irte.

Tú y tu amante, que sean felices.

Eres joven y muy bonita; sus amores tendrás ahorita.

Mentirosa, dijeron mis labios antes de romperse.

 

II

Él era un dato nuevo en tus recados, una foto con luz distinta,

más tarde supe que no era por amor: las manos buscan calor y el bolsillo también.

«Te busca por dinero», pensé, y la rabia se mezcló con vergüenza —

porque yo había puesto la mesa, pagado el miedo, vestido tus fríos con canciones.

Te fuiste ligera, como quien ignora la gravedad que deja.

Yo me quedé con la gravedad adherida al pecho, pesada como un tren.

 

La ciudad siguió su marcha ajena: motores, gritos, gente que no sabe de nuestras ruinas.

Yo aprendí a no preguntar por qué cuando ya no hay porqués que valgan.

Vi tus luces en el espejo de otros bares; intenté no mirar, pero la costumbre tiró.

«Y ahora te das cuenta que no eres feliz», me decías en pensamientos que eran tuyos y no míos.

¿De qué sirven las confesiones después de la fuga? — pregunté a la almohada.

 

III — Poema en la cocina

Quizá yo ya no esté para decirte: «ven a mí».

Quizá mi voz se extinga antes que tu arrepentimiento.

Y si vuelves —si alguna vez la soledad te pesa más que el orgullo—

no prometo ser puerto para tus naufragios.

Porque amé sin condiciones y pagué con paciencia,

y eso no es moneda de cambio para quien comercia con caricias.

 

Quisiste que me quedara hoy sin ti;

y me quedé sin la mitad del espejo y sin las respuestas.

No podré quererte nunca como yo.

No puedo competir con lo efímero ni con la prisa de los otros.

 

IV

La voz del barrio me dice que los amores de juventud son fuegos rápidos,

que las arrugas del corazón las provoca el tiempo y también las prisas.

Tú tienes tiempo —me dijeron—, yo no supe qué responder.

Porque el tiempo es un banquillo donde algunos se sientan a esperar,

y otros, como yo, se quedan de pie, conteniendo la respiración.

 

Pasaron meses: aprendí a inventar rutinas que no te incluyeran,

a no cruzar plazas donde solíamos cometer el olvido a dos.

Aprendí a recibir llamadas sin esperar que fuéramos dos en la línea.

Me hice un poco más duro; la ternura no se deshace, se adapta.

A veces, de madrugada, confieso que te busco en todos los espejos,

pero ya no pruebo volver a los lugares donde el amor es un billete usado.

 

V — Duelo sin bandera

No hubo grito final, solo una correspondencia cerrada en silencio.

No hubo reconciliación, solo la verdad desnuda:

te fuiste y no miraste atrás; te fuiste y yo me convertí en quién recoge escombros.

Hay víctimas que se recuperan porque saben que han sido víctimas;

y hay amores que se quedan en el umbral de la memoria, temiendo contagiar la paz.

 

«Te busca por dinero», dije en el eco de mis dudas, no por orgullo,

sino por esa ciencia triste que reconoce intereses disfrazados.

Y si fue cierto, que tu bolsillo habló más que tu pecho,

entonces mi crimen fue creer que el amor borra las cuentas.

 

VI — El veredicto (poema breve)

No rompiste mi mundo: me enseñaste sus fisuras.

No te odio, no más de lo necesario —odio y amor son primas que se confunden—.

Te deseo lo que te has buscado: lo que cabe en tus manos.

Yo voy por lo que me queda: el pulso entero, la verdad sin maquillaje.

 

VII — Epílogo: la cruda lección

El tiempo no siempre cura; a veces enseña. Me enseñó a no venderme barato otra vez.

Me enseñó que hay quienes aman para llenar la noche y luego cambiar de horario.

Me enseñó a escuchar mis silencios como lecciones y no como fallas.

Me enseñó a no mendigar perdón para quien sostuvo la puerta abierta a otro.

 

Cuando cierta madrugada, veinte meses después, vi tu nombre en la pantalla,

no sentí cataclismo ni alivio: sentí una costura terminada.

Contesté con dos palabras neutrales, como quien no abre heridas que ya cicatrizaron.

Tú, quizás, te diste cuenta —demasiado tarde— de que no eras feliz;

yo, quizás, aprendí que la peor mentira que uno puede creer

es que el amor siempre recompone lo que la razón desarma.

 

Coda — Último verso

Adelante. Puedes irte.

Que sean felices tú y tu amante, si eso te conviene.

Yo me quedo con la verdad, aunque duela, como con una llave:

me abre la puerta a algo nuevo, y la cerradura de ayer ya no me encaja.

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