Gaza

Gaza

El primer día,
las madres cavan con las uñas,
buscando un trozo de manta,
un brazo pequeño,
una muñeca sin ojos.

El polvo es ya un himno.
Se pega a la garganta
y convierte el aire en tumba.

¿Quién contará los cadáveres
cuando la cifra se vuelva hábito,
cuando un niño sea solo una estadística
y la estadística un ruido que olvidamos?

Las cumbres, las palabras doradas—
la metralla sigue cantando.
Los misiles se reparten como hostias.

Las cadenas de noticias
abren con llanto,
cierran con fútbol.

Una cuna arde.
La leche se quema en el fogón.
La ONU cuenta abstenciones como plegarias.

Los niños de Gaza
aprenden a reconocer el zumbido de un dron
antes de saber leer su nombre.
Se cubren con mantas agujereadas,
con techos rotos,
con palabras vacías.

¿Acaso importa el nombre?
Un cadáver pequeño es siempre Gaza.
Un grito enterrado es siempre Gaza.
Un juguete sin ruedas es siempre Gaza.

Los templos rezan.
Los presidentes levantan la voz.
Pero las bombas caen más rápido.

Y mientras tanto,
en cafés lejanos,
alguien da un sorbo de espuma
y cambia de canal.

¿Quién zurcirá los abriles de Gaza?
¿Quién devolverá a la tierra
los ojos que nunca aprendieron a dormir sin miedo?

Hay juguetes mutilados
esperando juicio.
Hay zapatos de niño
amontonados como testigos.
Hay cadáveres alineados
sin nadie que los reclame.
Toda una familia fue borrada.

Tu tablero está manchado.
Tu silencio firma las sentencias.

Doblan las campanas lejos,
pero aquí la pólvora canta más fuerte.
Los escombros saben de memoria los rezos,
y hasta el mar se resiste a lavar la sangre.

Un buitre espera al final del cuento.
Un dron sonríe con dientes metálicos.
Los diplomáticos se cambian la corbata.

¿Quién se atreverá a mirar el espejo
cuando Gaza nos devuelva el rostro?

No hay suficiente altar para esta plegaria.
Solo quedan los cuerpos,
susurros de ceniza,
y la certeza brutal
de que olvidaremos.

Otra vez.
Hasta que el próximo niño arda
en otra franja.
En otro nombre.
En otra Gaza.