Me está costando

Me está costando no hablarte,

cada minuto miro el celular,

esperando ver tu nombre escrito

como un faro que me guíe en la oscuridad.

Extraño darte los buenos días,

ser el primero en robarte una sonrisa,

como un náufrago que espera

que la marea le devuelva la brisa.

Extraño preguntarte si ya comiste,

escuchar un “sí” para quedarme en paz,

eran rutinas pequeñas, lo sé,

pero eran las que me daban más.

Extraño saber si estabas bien,

si tu jornada había sido ligera o pesada,

y aunque la vida siga corriendo,

sin tu respuesta se siente parada.

Recuerdo los atardeceres compartidos,

tú allá y yo acá, a la distancia,

mirando el mismo cielo encendido

como si el sol sostuviera la esperanza.

El rojo y el dorado nos unían

aunque kilómetros quisieran separar,

y en silencio ambos sabíamos

que ese momento nos hacía soñar.

Pero ahora todo es distinto:

me está costando vivir sin ti.

No sé vivir porque olvidé hacerlo,

y en cada amanecer vuelvo a morir.

Es tan difícil perderte

sin nunca haberte tenido,

ni en mis manos ni en mi vida

ni en ningún sentido.

Camino como un náufrago

en medio de un mar sin orillas,

mi corazón es un barco roto

a la deriva de tus ausencias.

Mis días son un desierto inmenso

sin sombra ni agua que beber,

y mi alma es un invierno largo

donde nada vuelve a florecer.

Lo que más extraño no es tu contacto,

ni un abrazo que nunca existió,

lo que más me duele y me desgarra

es saber que tu mirada ya me olvidó.

Soy un peregrino sin mapa,

con la mirada perdida en la madrugada,

cargando las ruinas de un sueño

que se deshace en cada jornada.

Y sin embargo, muy dentro del invierno,

guardo una chispa pequeña, casi invisible,

porque incluso el mar más frío

sabe devolver una botella imposible.

Y aunque no sepa vivir sin ti,

aunque me cueste respirar sin tu luz,

todavía creo —muy en silencio—

que un futuro nos espera

y por fin me dirás un “te quiero”.