Muerta Estas.

LeoBau

Se ha muerto, triste alma sin aliento, 
que será ahora del mimbre tiempo 
sin los cantores de tu humilde desaliento. 
Que ahora alimentas ramas, retoños 
sin las flores revestidas de tus sueños. 

 

Hoy la luna es grande, mi dulce Macorina; 
¡cómo no sufrirla! si ya revuelves entre 
las tintes de los vastos crisantemos. 
No te quiero muerta, 
ni la angustia de tu ausencia; 
sin embargo, beso de tus lindes: 
mohosa calavera. 

 

No perdono tu muerte desatenta, 
ni el retazo de vida que marchitó entre mis venas, 
que ya lo digo sin sonrojo ni cadenas: 
fue una noche de bullas y de nubes, 
una luna vieja transparentada sobre luces; 
la fiesta, el hedor de los licores... 
Por las calles amontonadas 
aquellos ojos que arrastrabas, 
con su todo de desdicha entrelazada, 
para dar a la esquina 
a donde siempre te encontraba. 

 

Copas, vinos, la tonada de los grillos. 
Sobre la senda naviera, sus rostros de madera, 
algunos quemados por tu profesión de hoguera. 
De hombre en hombre, de paso en paso, 
ungido en tu llanto, momentáneos pagos, 

 

aquel oro que deshacía en tus labios. 
Tanto tocaba tu corazón reacio, 
tanto estrujaba tus caderas de ceramios; 
Macorina, teñidas tenías sobre perlas tus manos 
y de caracolas tu manto, aquel pobre cascajo. 
Aquella humilde ruina a la que nombras cuerpo, 

 

escombro aquel que deshizo mi fuego: 
fue un manotazo, un suspiro largo; 
tal vez un golpe de granada, 
o mis palmas cobijando tu garganta. 
Agregadas y de sobra tengo las penas, 
y tu alma, como impregnada en mis yemas. 
Que no volverá el suspiro de tus labios, 
ni los destellos de luz a tus geranios... 
Te he matado, Macorina; que la 
espumosa sombra de tu muerte me envenene, 
que tu ajado corazón, de lado a lado, 
me condene. 

 

Cuántos no han pisado desdichado cabo, 
cuántos no han sido los hombres 
que para caricias reclamaron, 
alimentando sus cuerpos al dolor 
de maltratados andrajos. 

 

Miro nuestros nudillos ensangrentados en ti; 
te veo muerta, Macorina, y mi cuerpo de ti. 
Y por ello no daré mi organismo al duelo, 
a los consuelos, a las glorias de tus cielos. 
Te has ido, Macorina, a puño suelto, 
con las garras atadas a mi hierro, 
con los tragos embebidos de mi tiempo. 
No hay nada que decir, 
pues es más cielo que tu cuerpo, 
y más infierno que los suelos de mi albero... 

 

Tus creces se han recostado 
sobre cantores de pájaros humillados; 
anunciando —¡yo no sé! — los conjuntos 
de un dolor abotagado, y repitiendo 
la tanta vida que ahora cubre 
los campos salados... 
y llorando la hermosa elegía 
que ahora deslinda tu cuerpo alado. 

 

Llevate gratis una Antología Poética ↓

Recibe el ebook en segundos 50 poemas de 50 poetas distintos


Comentarios +

Comentarios2

  • LeoBau

    Todavia no me acostumbro a escribir aqui, por ello de los grandes espacios entre estrofas.

  • LeoBau

    Todavia no me acostumbro a escribir aqui, por ello de los grandes espacios entre estrofas.



Para poder comentar y calificar este poema, debes estar registrad@. Regístrate aquí o si ya estás registrad@, logueate aquí.