...Como eran los días; a tris, un destello de vida.
Crispados eran los cielos, de rocío sus vientos bermejos.
Aquellas brisas, que batían a racimo los fresnos;
al soplo venían los cierzos, al alba de cercanos tormentos.
¿Lo recuerdas? Agarrabas mis manos... apretabas.
Me mirabas y te susurraba lo que los amantes se susurran:
“Recuerda, amor mío, y recuerda que lo hice por amor;
y que el despiadado olvido no te pierda entre la bruma
de lo que aconteció...”
— ¡Válgame la vida! Que ya no siento las liras del tiempo;
mas ahora yace tieso y abatido con un tiro en sí mesmo.
¡Ay, mi padre! Con su tierra tibia e inerte sangre.
Le suplico la razón de aquellos sufridos silencios,
¿Por qué se nos fue? Que abandonada me dejó, descuidada;
a la mano podrida de la vida despiadada,
con recelo a los días sin cumplir lamento.
—Soledad, fría y ahondada soledad —decía—.
Lamentaba el mustio sufragio en decaída,
ignorando el ruego de mi yerma cercanía.
Tan solo dígame usted, por favor,
que a latidos tengo sumido el porfiado corazón.
¿Por qué lo hizo? ¿Por qué se nos fue?
Que el pecho de un suicida no nace sin saber.
De las nubes se oyen las gotas caer en el piso empapado,
contemplando aquella silueta anciana de mujer,
demorando y esperando la palabra de su ser.
«Piensas mal, hijita de laurel,
que tu padre te quería a remansos de amanecer.
No la tuvo fácil. Fue su vida una serranía de miserias
y faltas de calidez.»
«Suspiraba, lo hacía a menudo.
Cada aliento era un pichingo de vela;
suspiraba ahogando la palabra;
susurraba el aliento angosto de la vida...
pero te pensaba, pues tú eras la razón de sus días.»
«No hace mucho que en tiniebla su soplo consumó;
entre velos de cenizas sobre letargos de agonía.
Él ya bien lo decía: “Como me duele la herida que mermo,
que nunca alcance al amor, a cuantas vidas les debo.
A mi mujer que, con lanza en su seno, me abandonó
con su llanto y un beso;
a mi madre que, por temor al despecho,
rendí mi corazón cicatero;
y a mi hijita, que por temblor a mi olvido...
me aparté de sus lirios amenos.”»
La llovizna caía, y cedía ante el lienzo de sus rostros.
Las gotas en los párpados de la niña se embrollaban entre sollozos,
mientras los mezquites cantaban y danzaban al son ventarroso.
—Bien quisiera creer lo que usted, bien quisiera...
Develar lo celado en lo hondo de sus centros.
—Él callaba mucho, callaba, y sus ojos gritaban, ¿sabe usted?
Como si no tuviera a quien decírselo.
Enmudecía con sus ojos al cielo. Enmudecía por yerro,
como si el silencio fuese su único sosiego.
Tengo las entrañas frías, tengo los huesos lesos;
pásenme la sábana, que hoy me palmo en entero —decía.
—Pero dígame, que de verdad no lo comprendo...
¿Cómo es que sabe usted toditos sus remordimientos?
Si es que él se ahogaba en sus desconsuelos,
ya lo decía usted; murió... y murió a falta de voz;
la que anidó en aquellos labios retiesos.
«Él me lo dijo, hijita, él me pidió que te contara.
Fue su súplica un último grito en anhelos.
Y aún su voz... un murmullo de embriagantes deseos.»
—Aquello no es posible, que achispado no tengo el ensueño;
¿cómo es que usted atendió a sus dolidos encuentros?
Que él ya reposa en aquel sacramento perpetuo.
«Ay, hijita mía, que desandas entre reflejos ajenos,
que desconoces con quien tejes tus hilos perplejos.
Soy yo, a la que ruegan aquellas ánimas que pecan;
a la que temen por aquel aliento que quema;
a quien lloran las gentes con frío en las venas;
allí donde el tiempo es a memoria y el olvido a ruina.
Tan solo yo, a la que tu padre su flor entregó, rebosante en penas...»
«...Y las gotas siguen cayendo, hijita mía,
y recaen a la sombra de su alma.
Aún se escucha el eco de su voz,
aun se siente por mí lo abrasante de su ardor.
Con todo, yace en él el recuerdo de tu amor...»
“Cuida de ella, amor mío, de mi hijita...
Que aunque la vida no me alcance,
siempre tendrá en mi aliento tus manos,
y con ellas el hilito con que me amarraba
a sus labios.”
...De la vida, tan solo un destello de la herida.
Todavia recuerdo aquel día...
De las nubes borbotaba la sangre que vertía.
Las hojas se desprendían de las ramas que cedían.
Aún se oían mis pasos sobre la acera carcomida.
Siento todavía la espina de mi lanza.
Los faros alumbraban la noche alborada;
la luna ventilaba lo que mis silencios callaban;
Como el aire que resuena en el eco de mi alma.
Lloré... Lloré mucho aquel día.
Mis palmas estrujaban, desesperadas;
mis parpados desangraban, gritaban.
Mi cuerpo... al que tanto le debo.
Fuiste tú la que me encontró allí, mi niña blanca.
Me abrasaste, me besaste... que cuidaras de ella, te dije.
“Dile que lo siento, que no fui el padre perfecto...”
Allá afuera sigue el juego de la lluvia en las hojas.
Todo tal como aquel día...
Que de la herida, tan solo un murmullo de mi vida.
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Autor:
LeoBau (
Offline)
- Publicado: 20 de septiembre de 2025 a las 00:06
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 4
- Usuarios favoritos de este poema: Antonio Pais
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