El Ruiseñor Olvidado.

Sam Lopez

Primera Parte — Origen y Traición (I–VIII)

I

Fue hombre gentil de alma desprendida,
llevaba en su pecho noble alegría,
su risa encendía la luz del día,
y daba consuelo a toda partida.
Jamás conoció la pena vencida,
ni el cruel dolor que al amor vacía,
mas vino el destino, con mano impía,
a trocar su dicha por cruel herida.

II

Con paso seguro y sonrisa franca,
iba por la vida sembrando encanto,
mas su corazón, de pureza tanto,
cedió a un querer que su ser abarca.
Creyó que el amor jamás se quebranta,
que es fiel la promesa y eterno el manto,
sin ver que en la sombra, cubriendo el llanto,
la traición acecha, vil y arrogante.

III

El beso primero, la dulce entrega,
pareció un jurar de gloria infinita,
pero la pasión pronto se marchita,
cuando el corazón traicionero niega.
Él dio su alma cual candente siega,
ella jugó con su fe bendita,
y en el cruel engaño que lo limita,
su mundo entero cayó sin brega.

IV

La noche llegó, sombría y helada,
cubriendo su risa de amargo velo,
y en su corazón brotó aquel duelo
de quien por amor quedó sin nada.
La estrella pura quedó apagada,
los sueños volaron lejos del cielo,
y solo quedó el funesto anhelo
de hallar consuelo en senda olvidada.

V

Hoy vaga errante por campos y calles,
sin rumbo fijo, sin meta alguna,
bajo la luz pálida de la luna
se esconde el alma que nadie halle.
Mas su sonrisa, falsos detalles,
muestra al mundo paz, aunque inoportuna,
pues por dentro grita cual voz que acuna
el llanto eterno de antiguos males.

VI

¡Oh cruel destino que en sombras hiere!
Tomaste al hombre feliz y bueno,
lo hundiste en mares de lodo ajeno
donde la traición siempre se quiere.
Mas aunque el alma ya desfallece,
muestra alegría cual sol sereno,
y oculta al mundo su llanto pleno,
tras la mentira que lo enloquece.

VII

Ruiseñor triste que antaño cantaba,
ahora en silencio su voz retiene,
su canto es lamento que no se tiene,
su vuelo roto jamás alzaba.
Y el corazón que tanto amaba,
sufre en cadenas que el tiempo viene,
mientras la herida que en él mantiene
ni aun con los años se le borraba.

VIII

Así camina, sin fe, sin gloria,
sonríe al mundo, oculta el tormento,
su risa es máscara, vano ornamento
de un hombre roto por cruel memoria.
Y aunque la gente celebre su historia,
y él finja dicha en cada momento,
nadie percibe en su sufrimiento
que su alma sangra, sola y mortuoria.

 

Segunda Parte — Descenso y Visión (IX–XXXII)

IX

Su paso suena en losas de la noche,
herrumbre y luna tiñen su camino;
el viento, sacro y pálido fantoche,
le ofrenda un canto árido y mezquino.
“¡Vuelve!” —susurra— “al duelo que reproche
la fe rendida al mármol del destino”;
y el alma en vela, sombra que no cesa,
siente en la sien la máscara de tristeza.

X

Crujen las puertas viejas de la ermita,
la hiedra cuelga en húmeda penumbra,
la voz del bronce, fúnebre, palpita,
y un cirio enfermo al más allá vislumbra.
El ruiseñor —la sangre se marchita—
al ver su vida entrar en negra umbra,
clava en la nada su sonrisa herida,
y el eco dice: “¡Perdida… perdida!”

XI

“¿Quién va?”, pregunta el páramo sin dueños;
resuena en pozos fríos la respuesta:
“Un hombre que enterró todos sus sueños
y aún finge auroras sobre un alma yerta”.
De hueso el aire, en lúgubres empeños,
la túnica del dolor le apresta;
y a cada paso, el polvo del pasado
le ciñe en torno un hierro envenenado.

XII

¡Oh falso amor! ¡Oh lágrima cautiva!
¿De qué celeste engaño fuiste broche?
La risa —nardo muerto— no cautiva
cuando es disfraz que al corazón derroche.
Llama la muerte, pálida y esquiva,
con dedos de marfil, sutil fantoche;
él oye el ritmo sordo de su aldaba
y no abre: es su condena quien llamaba.

XIII

Por calles de silencio, Salamanca
—fantasma de estudiar antiguos ritos—
alza sus piedras grises; lámina blanca
la luna hiere cónclaves proscritos.
Cruje un balcón, la parra se atrabanca,
se oyen jurar extraños maldititos;
él pasa, y los portales, como dientes,
muerden su sombra en arcos indolentes.

XIV

De pronto, la figura de una Dama
—no carne, no ceniza: niebla pura—
flota en la esquina, en negro tul y llama,
brida del tiempo, música y hondura.
“Sígueme”, dice. Y en su voz derrama
el viejo edén, la antigua quemadura;
y él sigue, ciego, dócil, sin morada,
por el salón de piedra y madrugada.

XV

Baile de huesos suenan en la plaza;
las capas, como cuervos, dan soslayos;
se enrosca el aire, mordedura y brasa,
y el paso de la Dama corta rayos.
“¿Amor?”, pregunta el hombre, y ya se abrasa;
“Amor no es más que túnel de desmayos”,
responde ella, y su voz, campana fría,
tañe las doce de una fe vacía.

XVI

Un laúd sin cuerdas llora en la posada,
el vino sabe a sangre y a rocío;
un naipe cae: sentencia ya dictada,
se parte el pan del júbilo en desvío.
“Ríe”, le ordena el mundo en la alborada,
“muestra tu máscara frente al gentío”;
y él ríe: oh risa helada, espejo roto,
que corta la garganta de su voto.

XVII

Se alzaron capuchones en el claustro,
pasaron con olor a cera y limo;
la Muerte —novia en mármol alabastro—
le ofrece un anillo de espino y trino.
“Di que me aceptas”, súplica el pilastro;
él inclina la sien —de polvo el himno—,
y en la capilla muda de sus huesos
se oyó sellar los nupciales regresos.

XVIII

¿Dónde la aurora? ¿Dónde aquel empeño
de niño fiel, sencillo y sin recelo?
El cielo, con sus prados de reseño,
hoy gira en torno a un pálido desvelo.
Se ve a sí mismo prisionero y dueño
de un ataúd sin tabla ni recelo:
la caja es su sonrisa; el clavo, el día;
la tapa, la insistente cortesía.

XIX

La Dama, espectro dulce, le aproxima
a un puente donde el río no hace espuma;
“Bebe”, le dice, “este licor de cima:
olvido, espejo, túnica de bruma”.
“¿Olvido?” —y en la voz se quiebra la rima—
“¿para negar que el corazón se esfuma?”
Mas bebe: en su garganta baja el frío
como un puñal dormido en el rocío.

XX

Y ve pasar su ayer como barcazas:
las risas, los amigos, la franquía,
las tardes con su sol tejiendo plazas,
la fe, la mesa humilde, la armonía;
y luego, el beso vil que hizo tenazas,
la carta, el juramento en lejanía...
El río calla: el agua no consuela,
y el viento escribe “¡Maldición!” en vela.

XXI

“Dama —pregunta—, ¿quién te dio permiso
de guiar mis pasos, férrea hechicería?”
“Te dio permiso el luto de tu riso,
tu misma sed de lúgubre agonía.
Me invocan tus zapatos en el piso,
tu farsa de alegrías cada día;
soy el reflejo fiel de tu careta,
soy la verdad detrás de tu etiqueta.”

XXII

Baja una procesión de estrellas rotas,
el cielo reza salmos de azabache;
los perros de la noche mueven notas
con lenguas que a la luna hacen empache.
El hombre, ruiseñor de venas notas,
no halla en su pecho aliento que se enganche;
canta sin voz, y al no poder cantarse,
se le deshila el alma en desatarse.

XXIII

Cruzó un tahúr con capa deshilada,
ofreció al hombre un naipe de fortuna:
“Gana la luz o pierde la alborada,
¿qué escoges: sol de fuego o negra luna?”
“Prefiero —dijo— herida declarada
a cura en sombra y canción inoportuna”.
El naipe ardió, y el humo fue sentencia:
nadie rescata un juramento a ausencia.

XXIV

¡Oh campanario! ¡Oh bronce sin reposo!
Golpeas la memoria en cada golpe;
y en cada badajazo, silencioso,
se parte el corazón cual viejo roble.
El hombre mira al cielo tembloroso
y al fin pregunta: “¿Quién me viste pobre?”
Responde el aire: “Fuiste tú, vestido
de tu sonrisa: el traje mal cosido.”

XXV

La Dama alarga un velo que en su lino
guarda la niebla de cien cementerios;
“Cubre tu frente —dice—, peregrino,
serás señor de tus nocturnos imperios.”
Él cubre el pensamiento y su destino,
se hace más hondo el pozo de sus misterios;
y el mundo, sin saberlo, aplaude el gesto
que es la mortaja dulce de su resto.

XXVI

Y sueña que regresa a aquella calle
donde la traición fue espada fina;
la ve —por qué no verla— en cada valle,
en cada salmo, en cada golondrina.
“¡Maldita flor!” —clavándose el detalle—
“¡Perfume donde el cáncer se avecina!”
Pero la sombra Dama le acaricia,
y el odio se disuelve en la caricia.

XXVII

“¿Vengarás?”, sopla el mundo en vendaval;
la sangre pide un duelo y unas espuelas;
“Vengar no puedo —dice—, ni es mi mal:
mi mal es yo, mis máscaras, mis velas.”
Se quiebra el aire en filo funerario,
sus ojos beben luto en las estelas;
y, porque no hay venganza que lo asista,
calla su espanto en música fatalista.

XXVIII

Crujió la cripta: un órgano sin fuelle
empuja, ronco, el sueño de la muerte;
la Dama, en novia, ciñe su anillo-estrella
al dedo en donde el júbilo era fuerte.
“Di sí” —susurra—, “acaba ya tu muelle
de resistir a esta final suerte.”
Dijo que sí, mas no por verla hermosa,
sino por descansar de tanta cosa.

XXIX

Entonces se oyó un canto en la negrura,
no de placer, mas sí de desatío:
“Quien firma con la lágrima más pura
gana en el fango y pierde en el rocío.”
El alba amaga un pétalo de albura,
mas él no mira al sol, mira al vacío;
y, a falta de encontrar filosofía,
acepta el pan sin sal de cada día.

XXX

¡Oh caminante! Si pasas por su lado,
verás sonrisa, gesto bien compuesto;
no cruces, dale paz al desolado,
que carga un cementerio en hombro presto.
La Dama —que es su sombra— se ha quedado
cosida al pliegue último de su gesto;
y el mundo, en su aparente bizarría,
aplaude aquello que lo despedía.

XXXI

Bajo un balcón sin música ni enredo
yace la rosa del primer verano;
la pisa, y del rocío nace un credo:
“Jamás un hombre ríe sin gusano”.
Le tiembla el labio, mas aún sin miedo
se anuda la sonrisa con su mano;
y sigue, caballero sin montura,
jinete de su herida y su figura.

XXXII

Se sienta al fin en piedra polvorienta,
“¡Basta!”, le dice al pecho desvelado;
la noche, como madre cenicienta,
lo cubre con su manto destejado.
La Dama, leve brisa macilenta,
lo besa en la fontana del costado;
y el hombre —ruiseñor de voz perdida—
duerme sin paz… pero por fin sin vida.

 

Tercera Parte — Peregrinaje y Destino (XXXIII–LVIII)

XXXIII

Mas no concluye el cuento en esa almohada,
que al sueño presta mármoles de río;
despierta en otra estancia, amortajada,
y es su interior un claustro sin rocío.
¿Muerte o vigilia? Fábula encontrada:
camina y oye su latir sombrío;
y el mundo gira, sordo a su mudanza,
como campana muda de esperanza.

XXXIV

Por patios de azulejos taciturnos
revive antiguas luces de tertulia;
—“¡Amigo!”—dice un eco en los nocturnos,
mas nadie asoma al borde de la trullia.
Se sienta, y ve sus risas en los urnos
del tiempo, en que la fe no era bulla;
las toma, y se deshacen en sus manos
como alhelíes rotos y lejanos.

XXXV

¿Volver a amar? pregunta al aire lento;
¿fiarse de la flor y su hermosura?
Le responde el balcón con su lamento:
“toda alba es deuda con la noche oscura”.
El hombre inclina el rostro, macilento,
y en la sonrisa guarda su armadura;
pues, si la herida aprende la paciencia,
no es por bondad, sino por obediencia.

XXXVI

Un niño cruza, ajeno a los dolores,
con pan y uvas, limpio de rencores;
le ofrece un grano, y en los corredores
entra un olor de patios y cantores.
El hombre acepta, y piensa en los amores
que no se pagan nunca con favores;
y su alma, por un mínimo latido,
recuerda que vivir no era un olvido.

XXXVII

Mas pronto vuelve el lóbrego oleaje,
la Dama llama en pliegues de neblina;
“No te distraigas: sigue el aprendizaje
del luto que en tu risa se avecina.”
Obedece: su paso es un cordaje
que pulsa el suelo en música divina;
y a cada esquina un ángel enlutado
le ofrece un libro en piedra encuadernado.

XXXVIII

Abre al acaso una página de invierno:
“Quien puso fe en la carne, halló su pena;
quien puso fe en su máscara, el infierno;
quien puso fe en la nada, halló cadena.”
Se cierra el tomo con rumor eterno;
en él se siente mosca en telaraña,
y sabe que la única salida
es no fingir la risa con la vida.

XXXIX

Camina entonces sin buscar testigos,
la frente al viento, el paso ya más lento;
a veces cree escuchar a sus amigos,
pero es la piedra hablándole en acento.
—“Perdona” —dice al aire y a los trigos—,
“si alguna vez pequé de fingimiento;
no supe ser sincero en la tormenta,
por miedo a que mi herida se me sienta.”

XL

Una gitana al borde del camino
toma su palma en lóbrego destino:
“Tu risa ha de morir para que nazca
verdad que al hombre viste de aspereza.
Quemarás tus emblemas y tu máscara,
y entonces, libre, llorarás sin pereza.”
Él paga en gratitud, humilde y cauto,
y sigue: el cielo muda de incensario.

XLI

Vuelve a la ermita, rompe ya el cerrojo,
enciende un cirio, inclina el pensamiento;
no pide rosas, pide, ante su antojo,
poder llorar sin táctica ni aliento.
Y llora: y con su llanto se despoja
de los metales de su fingimiento;
la Dama, en su portal, queda a la puerta,
como la guardia muda de lo incierta.

XLII

Sale después: la noche es menos densa,
el bronce ya no rasga las alturas;
la piedra guarda música suspensa,
y el aire sopla en cóncavas fisuras.
Él siente que la carne se le piensa,
que hay un perdón cruzando las espesuras;
y en vez de sonreír con gesto hueco,
levanta el rostro y habla claro y seco.

XLIII

“Fui hombre bueno, lo confieso entero;
también fui niño ciego de ternura;
amé sin prevención, sin dique, en vero,
y el mal me dio su exacta mordedura.
Mas no os maldigo, sombras del sendero,
ni he de negar mi antigua calentura;
si algo aprendí de tanta noche fría,
fue a no fingir la luz de cada día.”

XLIV

Y cuando dice esto, en torno gira
la muchedumbre muda de su historia;
no aplaude ya la máscara, respira
con él la pobre y compartida gloria.
La Dama, al oír tal, lenta retira
del pecho el ancla gris de su memoria;
y en vez de ser condena que lo asombra,
se vuelve, al fin, hermana de su sombra.

XLV

Vuelve a la plaza: un niño y una anciana
le ofrecen banco, pan y una manzana;
—“Come” —le dice el tiempo— “y no te afanes,
que toda sed se alivia si no engañas.”
Él come, y ve pasar por la ventana
las viejas danzas negras y las sañas;
y entiende que la vida, si se asume,
no borra el llanto, mas lo vuelve cumbre.

XLVI

En sueños vuelve el rostro de la impía;
no lo maldice: vela su presencia;
le ofrece el bien que un día le daría,
si hubiera amado sin la complacencia.
Despierta y dice: “Fue también la mía
la culpa: no pedí, y di sin prudencia.”
La Dama asiente en humo tras la reja:
nadie es del todo lobo ni de oveja.

XLVII

Un campanario anuncia mediodía;
no suena a fosa, suena a pan y a huerto;
y al fin ensaya un gesto de alegría,
no simulada, simple, al cielo abierto.
No cura el golpe —sabe todavía—,
mas deja que el dolor no sea desierto;
y canta, no el ruiseñor de pluma alzada,
sino el humano que hace paz con nada.

XLVIII

Entonces vuelve al puente sin espuma,
no para hundirse, sí para mirarse;
ve en el cristal pasar la vieja bruma,
y en vez de beber, aprende a nombrarse.
Dice su nombre en voz que no se esfuma,
y siente que al decirlo puede alzarse;
la Dama —hermana ya— le vela al lado,
como quien guarda un fuego rescatado.

XLIX

Reza sin dogma: “Padre de lo puro,
madre de lo pequeño y de lo cierto,
si el mal me hiere, haz fuerte el nervio oscuro,
si el bien me llama, guárdame despierto.”
Y encuentra en ese ruego un leve muro
contra el furor del mundo y su desierto;
no pide cielo, pide un paso honrado,
no pide vida eterna, sí presente dado.

L

Con paso firme cruza viejas calles,
saluda al panadero, al aguador;
compra romero contra antiguos males,
y ofrece al niño un rizo de su flor.
Se ríe ahora —franca— en los umbrales,
no por mostrar, sino por ser mejor;
y si le asalta el golpe de memoria,
lo acoge en paz, sin farsa ni victoria.

LI

Mas no por eso niega su pasado:
entra en la cripta y deja allí una carta;
—“Gracias —le dice al daño que ha quedado—,
me diste oficio: ver lo que se aparta.”
Sale y, al ver el cielo despejado,
no cree en tesoros, cree en la hora exacta;
la Dama, en humo leve, le sonríe:
el luto ya no manda, solo guía.

LII

Y canta, sí, mas no como en los claustros,
no como aquel que busca a quien fascina;
canta despacio, al borde de los rastros,
por compañero de la esquina fina.
Un viejo dice: “Hijo, ahora eres maestro”
—“No” —responde— “aprendo en la rutina;
si he de enseñar, que sea con el gesto
de quien perdona a vida y a su resto.”

LIII

Regresa a Salamanca en claro día,
y ve sus piedras, no como ataúdes;
ve en cada arco un puente de alegría,
y en cada sombra el sitio en que no dudes.
En la posada pide agua y poesía,
y en un cuaderno anota sus virtudes:
“Ser veraz, ser sencillo, amar sin prisa,
y no volver la sangre en una risa.”

LIV

Un peregrino cruza su sendero,
le cuenta historias de otras cicatrices;
comparten pan, camino, y lo austero,
y en una risa limpia se bendicen.
Aprende así que el mundo verdadero
se alfombra de derrotas cuando pises;
y que la gloria —si la hay— es solo
andar con otros el fragor del polo.

LV

Ya casi noche, vuelve a su recinto,
enciende lámpara de aceite suave;
la Dama, en sombra fiel, guarda su instinto,
y junto al libro duerme, y no lo trabe.
Él, sin disfraz, contempla el laberinto
de lo que fue su yermo y su enclave;
y antes de sueño escribe en su mesilla:
“Mañana, ser, sin máscara, semilla.”

LVI

Si alguna vez retorna la tormenta,
no huirá a la cueva de su mueca;
saldrá al aguacero, cara atenta,
y dejará que el agua todo aprenda.
Pues más que no doler, la vida intenta
volverse audaz en la verdad que trueca;
y, si tropieza, alzarse con dulzura,
sin hacer de sus lágrimas armadura.

LVII

Así, ruiseñor humano, no de pluma,
regresa al canto humilde de la tarde;
no busca tronos, honra ni la suma,
busca en la mesa el pan que siempre tarde.
Si mira atrás, la niebla ya no abruma,
porque su nombre dicho lo resguarde;
y en su sonrisa —clara— el mundo advierte
no farsa, no dolor: un paso fuerte.

LVIII

Y si la muerte viene —como vino—,
no la recibe en pompa ni en quebranto;
le ofrece silla al borde del camino,
y le comparte pan, palabra y canto.
En paz se inclina el hombre a su destino,
no por rendido, sí por ser más santo;
y en la última mirada que destella,
su risa y su verdad se hacen una estrella.

  • Autor: Sam (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 17 de septiembre de 2025 a las 20:14
  • Categoría: Amor
  • Lecturas: 4
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