El calor...

El calor lo enmascara todo.
Cuando hago ejercicio
todo dolor, ya criado antes,
se agazapa a la espera
de que el calor generado
por tanta ebullición se enfríe.
Ese dolor habla, me informa
de un error, de una desatención,
de un no poder estar pendiente
de todo, de la limitación que vi
ve entre mis neuronas y me deja
en la cuneta más de una vez. 
El calor diluye, disimula toda
fealdad que se atreva salir, 
mostrarse a un público reticente,
una audiencia que hoy, más que
ayer, abomina de lo feo, de lo dis
corde, de lo disimétrico, y lo empa
reda sin darle la oportunidad, el de
recho reconocido en toda carta mag
na, de pronunciar su alegato ante
cualquiera de los foros que virtuales
pululan, y juzgada por su aspecto se
le niega cualquier brote verde, cual
quier atisbo de belleza que pueda aga
zaparse entre sus entretelas. 
El calor miente, es tan solo cortina
de humo cuando, a mí, a ti, nos sere
na encogernos detrás de ella, a la 
manera de un niño que huye del con
trol de sus padres escondiéndose en el
seno de una caja de cartón arrumbada
en un trastero, fruto de una entrega
 por Ámazon de una innecesidad com
prada a través de las ondas y que, dentro,
recuerdo una vez, vivía un clavo de grapa
dora que se me agarró a uno de los meñi
ques —qué dolor—.
El calor no es de fiar como amigo, 
no es sincero, y cuando más débil
te ve, estás, de noche, en el contici
nio profundo de tu colchón, te aban
dona dejándote a merced del frío, 
de la férrea punzada de un dolor vivo
debajo de la carne, esperando su opor
tunidad letal, fatal, mordaz.