¿Será todo producto de mi imaginación?

Hay mujeres que caen como un rayo,
arrancan la sombra y prenden la carne;
una sola palabra —un vidrio— basta,
un mensaje breve y el dolor se rinde,
como si el mundo, por un instante, fuera
otra vez tolerable, casi humano.

Mas ella vive lejos: el rostro suyo
se vuelve espejismo y la voz no llega;
sus silencios pesan como cruces rotas,
más que cuanto me atrevo a soñar despierto.
En la distancia todo se vuelve leyenda,
y yo me vuelvo preso de esa leyenda.

Entre coqueteos, gestos fugaces, huellas,
comentarios que mueren en la nada,
palabras que se disuelven en el aire;
yo me descubro prisionero y tenso,
de un juego absurdo que finge diálogo,
de un abrazo que nunca sucedió.

Entonces la duda me taladra el pecho,
esa vieja mordedura que no cura:

¿Es real esta mujer, o acaso soy
el escultor solitario de su rostro?
¿La modelé yo mismo con mis carencias,
para escapar de la miseria cotidiana,
para no mirar la habitación vacía,
para no escuchar el grito de mi hambre?

¿Su sonrisa me fue dada o es el eco
de mi urgencia por creer en algo santo,
un espejismo bien tallado en mi pausa,
una invención que alivia y devasta?

Tal vez todo esto —suspiros, palabras, sombras—
no sea más que mi imaginación: un refugio,
un artificio dulce, una mentira justa
con la que pago la soledad que tengo.
Y sin embargo, ¿cómo renegar del sueño?
¿Cómo negar que en mi ruina ella brilla?

Si todo fuera invención, confieso: prefiero
vivir en mi ficción antes que en mi ruina;
prefiero los falsos besos que me salvan
a la desnudez helada de mi verdad.
Así soy cobarde y así soy sincero,
así me refugio —y así sobrevivo—.

Porque aunque sea ilusión, aunque no exista,
ella sigue siendo el sueño más bonito.